viernes, 19 de mayo de 2017

Non torno a Sorrento

El lunes nos levantamos temprano, como todos los días, y caminamos hasta el Molo Beverello, del que salían los barcos para la Sorrento y las islas que cierran el golfo de Nápoles, en realidad una enorme caldera volcánica de unos treinta kilómetros de diámetro.

Pasamos junto al impresionante castillo medieval de Castell Nuovo, construido en el siglo XIII con un doble fin: proteger a la ciudad de un posible ataque por mar, y defender a sus reyes de los propios napolitanos. Solo así se explica que el castillo aparezca tan amurallado hacia el mar como hacia la ciudad, y que esté casi adosado al palacio real.

En el muelle se alineaban varios catamaranes relucientes, alguno con destino a Ischia o a Procida, pero la mayoría para Capri, que era claramente el principal atractivo turístico de la bahía. Cuando vimos llegar nuestro barco, mis compañeros se llevaron una decepción: era un simple monocasco, mucho más pequeño y viejo que los demás barcos, y aun encima pertenecía a la naviera Alilauro, la misma que operaba el Achille Lauro, el crucero secuestrado en 1985 por Frente de Liberación de Palestina. Se tranquilizaron un poco cuando les expliqué que los monocascos son mucho más marineros que los catamaranes y que se movería mucho menos con el mar de fondo que ya se detectaba en los muelles. Pese a eso, se tomaron sus biodraminas como está mandado.

En algo menos de una hora nos plantamos en Sorrento, después de navegar frente a Ischia, el Vesubio y Capri sin que el barco se moviera demasiado. El puerto, artificial, se abre al pie de una costa abrupta, y dese el muelle se ascienda hasta la ciudad por una sucesión de rampas y escaleras que serpentean por la ladera de una inmensa grieta de origen volcánico.

La ciudad está construida al pie de los montes Lattari, que forman la columna vertebral de la península amalfitana separando el golfo de Nápoles del de Amalfi. Es tan bonita, tan cuidada, tan orientada al turismo que empalaga. Impecable frente a su vecina Nápoles, sin un papel en el suelo, sin una pintada, pero tan llena de turistas que parecía (o era) un parque temático. En el centro de la ciudad la casi totalidad de los bajos comerciales estaba destinada a lo que podía consumir un turista: cafés, restaurantes, agencias de viaje, tiendas de limoncello o de recuerdos, pero ni un supermercado, una farmacia o una mercería.

Después de visitar la catedral entramos al azar en un palacio del XVI que parecía contener solamente otra tienda de regalos más, pero al fondo del portal nos encontramos un amplio patio decorado con azulejos y sombreado por glicinias, palmeras y nispoleros. Unas escaleras señoriales, de piedra, nos permitieron llegar a las plantas superiores, más deterioradas cuanto más subíamos. Ya sé que me acusaréis de localista, pero aquellos caserones semi abandonados me recordaban los de los barrios gaditanos del Pópulo y Santa María, antes de que la Junta de Andalucía los arreglara y dignificara las condiciones de vida de cientos de familias.

Los autobuses que unen Sorrento con los pueblos de la península constituyen toda una experiencia. Modernos, cómodos si vas sentado, se transforman en una tortura si te toca viajar de pie; menos mal que conseguí sentarme en un escalón en el suelo del pasillo, sobre el motor, y ahí me pasé la hora siguiente, hasta que en Positano quedaron varios asientos libres.

No es fácil describir ni la carretera ni el paisaje, aunque lo intentaré. Desde Sorrento hasta la divisoria de aguas solo había once kilómetros, pero el autobús tardó media hora en recorrerlos: curva, contra curva, cuesta, curva y así sin descanso, sin rectas de más de cien metros y con una raya continua que no respetaba nadie más que los pocos turistas que se atrevían a recorrer aquella carretera endemoniada. A lo largo de la subida se sucedían las vistas aéreas de Sorrento, del Vesubio, de Capri…

Al llegar a lo alto, Sant’Agata sui Due Golfi hace honor a su nombre, con vistas del golfo de Nápoles al norte y del de Amalfi al sur.

La bajada es espeluznante; el conductor se dejó caer, pitando en las curvas para que se apartasen los coches, camiones o autobuses que subían. A partir de ese punto la carretera iba serpenteando por los
acantilados de la orilla, colgada entre las montañas y el mar, muchas veces en voladizo y con una caída de entre cincuenta y doscientos metros hasta el agua. Los coches aparcados no en el arcén inexistente sino en la propia carretera ayudaban a estrecharla, y bastantes veces tuvimos que maniobrar adelante y atrás para conseguir cruzarnos con otro autobús. Fueron otros cuarenta kilómetros y hora y media de recorrido, impagables para el que consiga un asiento de ventanilla en el lado derecho del autobús; pero a la vez de pánico y de vértigo, por mucho que te digan que casi nunca se cae un vehículo al mar.

Los hoteles, villas y restaurantes, entre los que se intercalan las pocas casas de los residentes se iban sucediendo, colgados por encima o por debajo de la carretera, con unas rampas o escaleras de acceso no aptas para personas con movilidad reducida. Verdaderamente no es país para viejos.

Los poquísimos pueblos se escondían en las laderas de barrancos cortados a hachazos, sobre unas calitas mínimas de grava negra. El mar, azul intenso, se veía surcado por las estelas blancas de los yates y lanchas que llevaban a los turistas a lo largo de la costa. La mitad de los pasajeros iban mareados y la otra mitad acojonados.

Amalfi es el pueblo más grande de la zona, con un minúsculo puertecillo que no permitía atracar a los grandes cruceros, los cuales tenían que fondear a cierta distancia con un continuo ir y venir de lanchas salvavidas cargadas de turistas.

La calle principal del pueblo, la Via Lorenzo D’Amalfi, era un horror, un parque temático de la falsa Italia. Miles de turistas desfilaban incesantemente arriba y abajo, comprando compulsivamente los suvenires más horteras que había visto en mi vida. Por suerte, ni uno solo se aventuraba por los callejones y escaleras que se internaban en las laderas y creaban un ambiente entre medieval y norteafricano. El pueblo era un enorme laberinto, con subidas y bajadas no aptas para personas enfermas del corazón. Era allí donde vivían los auténticos amalfitanos, donde se podía encontrar un notario, una barbería o una ferretería. Lo que no conseguía imaginarme era cómo se movería por allí un padre o una madre con las bolsas de la compra y el carrito del bebé.

La historia de Amalfi impresiona. Cuando en la península ibérica estábamos peleando entre cristianos y musulmanes, allá por los oscuros siglos que van del IX al XII, Amalfi era una gran potencia. Con casi setenta mil habitantes y con una gran flota que comerciaba –y probablemente pirateaba- por todo el Mediterráneo, mucho antes que otras ciudades-repúblicas como Venecia o Génova, que florecieron en los siglos XIV  y XV. Fueron las naves amalfitanas las que derrotaron a la escuadra musulmana en la batalla de Ostia, impidiendo así el saqueo de Roma. Parece ser que su riqueza provenía de una ruta triangular de comercio, por la cual llevaban leña de los montes Lattari hasta la costa de la actual Libia, donde la vendían a precio de oro. Luego se dirigían a Siria para comprar especias, piedras preciosas, telas y orfebrería, que después revendían por toda la costa italiana.

De aquella época de gloria datan las partes más antiguas de su preciosa catedral, cien veces reformada y que se alza en lo alto de una enorme escalinata sobre la Piazza del Duomo. Aunque la fachada es del XIX, no desentona con el conjunto y conserva un claro aire bizantino. La que sí es bizantina de verdad es la puerta principal, con dos hojas de bronce traídas desde Bizancio en el siglo XI por un rico comerciante de la ciudad.

Una leyenda curiosa es la del maná. En la cripta de la catedral se encuentra el sepulcro del apóstol San Andrés, cuyos restos llegaron desde Constantinopla en el curso de la cuarta cruzada. Bajo la cripta brota esporádicamente un líquido oleoso, incoloro, inodoro e insípido, al que denominan maná y al que se atribuyen numerosos milagros. Lo que no dice la tradición es quién fue el valiente que se atrevió a probarlo.

Tras un largo periodo de decadencia provocado por las luchas entre las casas de Anjou y de Aragón por el control del sur de Italia, la economía de la ciudad recibió el golpe de gracia la noche del veinticuatro de noviembre de 1343, cuando una tremenda tempestad provocó un corrimiento submarino de tierras, que sumergió en el mar las instalaciones portuarias, los astilleros y los almacenes junto con gran parte de sus habitantes.

Después de un recorrido exhaustivo por el pueblo y de comernos un arroz de pescado en una trattoria, ya solo nos quedaba subir de nuevo al autobús para regresar a Sorrento y tomar el tren de vuelta a Nápoles.

Al día siguiente tocaba volver a España.

Si quieres leer el artículo sobre Nápoles, pincha aquí.

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