sábado, 14 de septiembre de 2019

Moscú bajo la lluvia

(9 al 11 de agosto de 2019)

Un viaje por Rusia no está completo si no te has subido a un tren, aunque no sea en los míticos Transiberiano o Transmongólico. Por eso habíamos sacado billetes para un simple Yaroslavl – Moscú, como cuento en el capítulo anterior. Solo un país, Estados Unidos, con 226.000 kilómetros de vías férreas, supera a Rusia, que tiene 128.000. Más lejos están China, Canadá y la India.

Los ferrocarriles rusos tienen, como es habitual, diferentes clases, que además varían según la distancia a recorrer. Y lo peculiar de los trenes de larga distancia, que puede ser larguísima, es que todas las posibilidades que ofrecen son para viajar tumbado.

La clase más lujosa se llama, lógicamente, luxe, y está formada por compartimentos cerrados para dos personas; la siguiente es la kupé (del francés coupé), con dos literas dobles en cada compartimento cerrado, y la más barata es la platzkart, que consiste en vagones corridos, con compartimentos atravesados por el pasillo en los que hay dos pares de literas a una lado y otro par entre el pasillo y la ventana.

Para un trayecto como el nuestro de solo cuatro horas de duración, y además de día, lo lógico habría sido viajar sentados; sin embargo, según la página web de los Ferrocarriles Rusos, en nuestro tren no quedaban plazas de esa categoría, la más barata con mucha diferencia, así que tuvimos que comprar billetes platzkart. Y lo de los números de asiento, de cama habría que decir, tenía mucha importancia. Mientras que en España, en aquellos lejanos tiempos de los coches litera, en cuanto amanecía los pasajeros se levantaban y plegaban las literas intermedias, transformando cada compartimento en un salón con dos sofás enfrentados, en Rusia las literas siempre están en posición de dormir. Así, si te toca una cama con número par, que son las de arriba, te tienes que pasar todo el viaje (a veces de hasta una semana) tumbado, salvo breves paseos por el pasillo o las visitas al vagón restaurante. Por el contrario, si vas en una cama impar, de las de abajo, puedes sentarte cuando te apetezca. Nosotros, al tener asientos con número superior al cuarenta y ocho, nos tocaron dos camas en el lado derecho del pasillo, alineadas en la dirección de la marcha, y un poco más estrechas que las del lado izquierdo. Por suerte, la litera inferior se puede transformar en una mesa con dos butacas, con lo que el viaje resultó muy cómodo.

Por si acaso llegamos a la estación con mucha antelación. Para acceder al vestíbulo principal pasamos un control de seguridad, con escaneo de equipajes y revisión de pasaportes; curiosamente, desde la calle se podía llegar directamente a los andenes sin ningún control. Los paneles mostraban en cirílico las horas de llegada y salida de varios trenes, con unos tiempos de parada que oscilaban entre veinte y cincuenta minutos. Pueden parecer excesivos, pero luego observamos que muchos pasajeros aprovechaban las paradas para estirar las piernas por el andén, desayunar en la cantina o comprar comida; hubo uno que bajó a su perro a dar un paseo higiénico.

A la entrada del vagón nos recibió la encargada del nuestro, la provodnitsa, personaje crucial en un viaje en tren. Ella (porque la inmensa mayoría son mujeres de cierta edad) revisa los pasaportes y los billetes, te acompaña a tu asiento y te entrega un juego de sábanas y una toalla. De nada sirvieron nuestras protestas de que no nos hacían falta, ya que nos bajaríamos al cabo de cuatro horas. Con una mirada de desprecio nos soltó un par de juegos de cama, nos indicó dónde estaban los aseos y nos explicó que en su oficina, en un extremo del vagón, podíamos conseguir café, té, o simplemente agua caliente del samovar. La provodnitsa no suele estar para bromas, y en viajes largos conviene llevarse bien con ella. Custodia los pasaportes para evitar que te despierte la policía en un control nocturno, te avisa con tiempo cuando vas a llegar a la parada, te informa de los tiempos de detención en cada estación, y presta muchos otros servicios.

Al recorrer el pasillo vimos a nuestros compañeros de vagón durmiendo, leyendo o haciendo crucigramas, pero quizás por lo temprano de la hora no había mucha conversación. Poco a poco se fueron despertando los durmientes, que se encaminaban a los aseos con sus chanclas, neceseres y toallas, y se metían de nuevo en la cama al regresar. El tren iba medio vacío; quizás por eso no se entablaba ese ambiente de compañerismo que relatan quienes han hecho rutas largas, de varios días.

La llegada a la estación Yaroslavskaya de Moscú, después de la tranquilidad de días anteriores, fue un tanto estresante: semáforos, bocinazos, sirenas… Nada más subir al taxi que nos llevaría al hotel, nos encontramos dos vestigios supervivientes a la época soviética: una stalinka, uno de los siete rascacielos que mandara construir Stalin, y el carril VIP, en el centro de las principales avenidas, por el que solo pueden circular los vehículos de emergencia, oficiales, o de los mafiosos que se han comprado una matrícula oficial y una luz azul destellante.

Ya en 2010 el grupo de arte de vanguardia Voina denunciaba estos privilegios, como podéis ver en otra publicación de este mismo foro 

El momento de máxima tensión del viaje, por lo inesperado, surgió en la recepción del hotel. Después de examinar nuestros pasaportes, visados y tarjetas de inmigración, la recepcionista nos pidió la tarjeta de registro ante la policía, la registratsionnaya kartochka, palabra que creo que nunca olvidaré. Cuando le dijimos que no teníamos, afirmó tan tranquila:

—Pues sin la kartochka me temo que no puedo darles la llave de su habitación.

Nosotros sabíamos que es obligatorio el registro ante la policía de todo extranjero que pase siete o más noches en Rusia, pero pensábamos que dicha obligación recaía sobre el anfitrión, no en el huésped; por eso no le habíamos dado ninguna importancia al asunto. Sabíamos también que los propietarios de los apartamentos donde habíamos dormido no nos habían registrado, ya que en ningún momento nos habían pedido que les cediéramos los pasaportes para llevarlos a la comisaría.

Agobiados, nos veíamos ya en la calle, durmiendo debajo de un puente o yendo a pedir una dudosa ayuda en el consulado español. Por suerte, como la mayoría de los trámites burocráticos complicados, tuvo una solución bien sencilla.

Menos mal que recordamos que en único hotel del viaje, el de Yaroslavl, sí nos habían pedido los pasaportes para este trámite, aunque no nos habían dado ningún papel. Cuando se lo contamos a la recepcionista nos pidió los datos de contacto del hotel y allí le dijeron que nos habían registrado (suspiro de alivio) y que nos habían entregado la maldita kartochka (falso). Pero prometieron enviar un duplicado por correo electrónico en menos de una hora. Solo entonces accedió a entregarnos la llave de la habitación —provisionalmente—, aclaró.

Una hora larga que estuvimos con el alma en vilo, encerrados en la habitación pero sin atrevernos a deshacer las maletas, hasta que una llamada de recepción nos confirmó que teníamos el placet y que podíamos quedarnos en el hotel. Inserto a continuación una copia de la tarjeta.

Para relajarnos después del mal rato nos fuimos a comer a un buen restaurante georgiano cerca del hotel, y después de la siesta dimos un largo paseo hasta la isla Bolotnyy, situada frente al kremlin, entre dos brazos del río Moskova. El objetivo inicial de nuestra estancia en Moscú era hacer un extenso e intenso recorrido por algunos de los edificios constructivistas que todavía sobreviven, y aunque el accidente de mi cuñada nos llevaba a posponerlo a una futura visita con ella, esta isla estaba relativamente cerca del hotel, la tentación de ver algún edificio importante era demasiado grande, y la llamada “Casa del Malecón” era un ejemplo muy apropiado de arquitectura de vanguardia.

Su arquitecto, Boris Iofán, se convirtió en el preferido de Stalin tras regresar de Italia después de la revolución, y este fue su primer edificio. Después diseñaría la famosa estatua “El Obrero y la Koljosiana”, puro realismo socialista, que corona la entrada al VDNKh, el parque de exposiciones construido en los años treinta.

Esta “Casa del Malecón” se construyó como alojamiento para la élite soviética, que a finales de los años veinte se agolpaba en edificios de apartamentos, hoteles o el mismo Kremlin, en el que vivían cerca de mil trescientas personas. Se buscaba un lugar cercano al kremlin, frente al futuro “Palacio de los Soviets”, del que hablaré más adelante. Los más de quinientos apartamentos del complejo disponían de los mejores equipamientos imaginables en esa época: fogones de gas, agua caliente, teléfono, receptor de radio, gramófono, muebles de roble… A cambio, el edificio se convertiría en una demostración del nuevo estilo de vida socialista, con múltiples instalaciones comunales, como lavandería, escuela, centro médico, supermercado, gimnasio, cine u oficina de correos. Las viviendas tendrían cocinas mínimas, ya que se suponía que la comida se subiría de los comedores colectivos de la planta baja. Un detalle no muy acorde con dicha filosofía era que cada familia contaba con su propia asistenta. Como dice un chiste de la época, todos eran iguales pero unos eran más iguales que otros.

Allí, entre sus casi tres mil vecinos, llegaron a vivir importantes personajes del régimen, como  Nikita Jruschov, Georgi Zhúkov (Mariscal que lideró la victoria en la Segunda Guerra Mundial), Nikolai Bukharin, Artem Mikoyan (creador de los aviones MiG), Vassily Stalin (hijo del dictador) o el propio arquitecto, Boris Iofán.

Durante la Gran Purga, entre los años 1936 y 1938, la Casa del Malecón sufrió a diario las visitas de los agentes del NKVD, quienes irrumpían de noche en los apartamentos para llevarse a los detenidos. La Casa contribuyó a la represión con 800 víctimas, entre ejecuciones (unas 250), suicidios, torturas, condenas al Gulag y niños enviados a orfanatos. Al terminar la Gran Purga más de 200 pisos quedaron vacíos.

Hoy en día, en recuerdo de aquella triste historia, a lo largo de la fachada cuelgan numerosas placas conmemorativas, que me dieron escalofríos. Se calcula que solamente durante esta purga se ejecutó a un millón de personas, y al menos otros dos millones fueron condenadas a trabajos forzados. Y digo que se calcula porque no hay registros fiables. Según explica Alexandr Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag y confirman muchos otros testigos, se empezó reclutando a las víctimas entre la oposición armada de derechas, el llamado Ejército Blanco, para seguir con los centristas, los mencheviques, la oposición interna del partido comunistas (Trotsky y tantos otros), los campesinos kulak, los excombatientes que habían caído presos de los alemanes, los judíos, los intelectuales, los que habían tenido algún contacto con el extranjero, los que no cumplían las cuotas de producción, los que se permitían un comentario crítico… ¡Hasta detuvieron el primero en dejar de aplaudir tras un discurso de Stalin! Y cuando no encontraban culpables para cumplir la cuota de detenidos, se arrestaba a gente al azar.

Tan irracional era la represión, que una pregunta habitual de los jueces instructores a los detenidos era ¿Por qué está usted aquí? ¿Qué delito ha cometido? La negativa a autoacusarse se consideraba prueba evidente de culpabilidad.

Pero volviendo al arquitecto Boris Iofán, quizás su obra más importante fue una que nunca se llegó a construir: el Palacio de los Sóviets. Boris ganó el concurso para su construcción con un proyecto de un edificio de cuatrocientos quince metros de altura y con forma de pedestal, para colocar en su cima una estatua de Lenin de otros cien metros de alto.

En 1931 se demolió la catedral de Cristo Salvador para construir en su solar este palacio, y se excavó un enorme foso para la cimentación y los sótanos. Al parecer, las obras se ralentizaron cuando aparecieron problemas geológicos, y se paralizaron por completo durante la Segunda Guerra Mundial. En 1961 se renunció definitivamente al proyecto, y el foso de los cimientos sirvió para la construcción de una gran piscina al aire libre. Hoy en día se levanta allí una nueva catedral.

Necesitábamos endulzar un poco nuestro recorrido por Moscú, después de los recuerdos evocados por la Casa del Malecón, y ¿qué mejor destino que la fábrica de chocolate Octubre Rojo?

Esta fábrica, situada en la misma isla Bolotnyy a solo seiscientos metros de la Casa del Malecón, fundada en el siglo XIX por un empresario alemán, forma parte de la memoria colectiva rusa. La fábrica consiguió sobrevivir a la colectivización, a las purgas de Stalin, a la perestroika y hasta al hundimiento del régimen soviético. Durante la Gran Guerra Patria sus chocolates formaban parte de las raciones de combate de los tanquistas, pilotos y submarinistas soviéticos, y ha seguido hasta hoy endulzando las vidas de los rusos. La marca Alionka es especialmente popular.

Cuando en 2007 se trasladó la producción a unas nuevas instalaciones en las afueras de Moscú, se diseñó una gran operación inmobiliaria para demolerla y construir apartamentos de lujo. Por motivos que no he conseguido averiguar, el proyecto se desechó y hoy todo el complejo (fábrica, almacenes, oficinas y viviendas de los trabajadores) se ha convertido en un gran centro cultural y de ocio en el mismo centro de la ciudad, repleto de estudios, galerías de arte, tiendas de ropa de diseño, terrazas y clubes nocturnos.

Al día siguiente, volvieron las lluvias. Nos limitamos a un recorrido por el centro de Moscú, refugiándonos de vez en cuando en alguna tienda; empezamos por GUM, siglas en ruso de Tienda Principal Universal, unos grandes almacenes construidos en tiempo de los zares y que durante la época soviética fueron oficinas del plan quinquenal, mausoleo de la esposa de Stalin, y a partir de 1953 de nuevo un complejo comercial. Hoy en día sus precios mantienen alejados a la mayoría de los moscovitas, y gran parte de sus clientes son turistas extranjeros, especialmente chinos.

La Plaza Roja, ubicada a pocos metros, estaba imposible. Calculo que el ochenta por ciento de su superficie estaba ocupada por el montaje de unos graderíos, desde los cuales al cabo de pocos días se podrían contemplar las evoluciones de bandas militares de diversos países, entre los que no encontré a España. El resto de la plaza estaba literalmente repleto de grupos de turistas siguiendo a sus guías, que arrollaban a los escasos visitantes solitarios. Salimos huyendo; por suerte, las hordas turísticas no parecían alejarse más de doscientos metros de la Plaza Roja, ya que a partir de esa distancia era difícil encontrarse con extranjeros.

Recorrimos después los alrededores, que ya conocíamos de otro viaje en 2009. La Plaza de la Revolución, la antigua Casa de los Sindicatos, el Hotel Nacional, el Teatro Bolshoi… Pero no nos apeteció asomarnos a la cercana plaza Lubyanka, sede de los servicios secretos, la antigua Cheká, luego renombrada como NKVD y KGB y de la que procede el presidente Putin.

Contrastaban las tiendas de las marcas de lujo internacionales con una especie de mercadillo de artesanía, instalado en los bajos de un edificio de oficinas. Todo lo que allí se vendía, desde cosmética hasta ropa o bisutería, había sido elaborado por las propias vendedoras.

Esa noche cenamos con Anna Andreiévna, una periodista que fue mi primera profesora de ruso durante un curso que pasó en Cádiz como estudiante de cultura española en la Facultad de Filosofía; ahora trabaja en los informativos de la cadena de televisión Rusia Today. Quedamos con ella en la entrada del VDNKh, del que ya he hablado. Bajo el monumento diseñado por Boris Iofán, frente a la estatua de Lenin, una banda de rap ofrecía un concierto. Luego nos llevó a una de sus cafeterías favoritas, de la cadena Varechninaya nº 1, cuyos locales se encuentran por toda la ciudad.

A quien quiera conocer la auténtica cocina rusa y las recetas más tradicionales, en un ambiente decorado con docenas de guiños al pasado reciente, le recomiendo visitar esta cadena, de precios inmejorables.

Me sorprendió que Anna considerara normal encontrar trabajo como periodista solo dos meses después de terminar la carrera. Claro que las condiciones de vida eran bastante duras: durante el verano estaban cerradas las residencias universitarias, por lo que estaba viviendo en casa de una amiga, pero en cuanto empezara el curso confiaba conseguir plaza en otra residencia, en la que las habitaciones eran compartidas entre seis personas, al módico precio de menos de veinte euros al mes.

Nuestro último día en Moscú, y por extensión en Rusia, en vista de que seguía lloviendo sin parar, los pasamos en la Panificadora número 9. No es que estuviéramos especialmente interesados en la fabricación de pan, sino que las enormes instalaciones se habían reutilizado como centro comercial de la última moda rusa. Allí no se encontraban marcas internacionales ni franquicias, sino pequeñas tiendas con lo último del diseño ruso. Marcas como “Respetando la Tradición” o “Patria“ intentaban recuperar diseños de la época soviética, incluso con sus colores apagados; algunas tiendas parecían puro vintage.

Yo tenía interés en comprar alguna de aquellas prendas, pero no hubo manera. La ropa de hombre no solía llegar a mi talla XL, ni siquiera a la L, sino que habitualmente se quedaba en la M. Supongo que solo los chiquillos más jóvenes se atreven a usar ropa un poco diferente; de hecho ya había comprobado por la calle que los hombres vestían habitualmente vaqueros y camisetas o sudaderas con inscripciones en inglés.

Pasamos allí gran parte del día, curioseando de tienda en tienda, comentando la situación política con el vendedor ecuatoriano de una de ellas y comiendo en uno de la docena de restaurantes que se repartían por el recinto, mientras veíamos caer la lluvia.

A la mañana siguiente volamos de vuelta a España, y —con más pena que alivio— dimos por terminado el viaje.

Si te has saltado algún capítulo, pinchando aquí puedes acceder a los otros cuatro de este cuaderno:

Una ciudad con tres nombres y medio

La cuna del imperio

No hay cosacos en Kazán

Demasiadas catedrales



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