lunes, 1 de julio de 2024

Rabat: La república de los piratas

   2 de mayo de 2024

   Sé que ahora me tocaría escribir sobre El Yadida, la siguiente escala de nuestro viaje, pero no voy a extenderme demasiado. El Yadida resultó el pinchazo de este recorrido. Al leer la historia de la ciudad, fundada en 1502 por los portugueses; al ver en Google Maps la imagen aérea de una ciudadela perfecta, al mirar las fotos de la cisterna portuguesa, esperaba llegar a una ciudad con encanto. Gran error.

   De los cuatro monumentos principales de la ciudadela, tres estaban cerrados. Lo de la mezquita era previsible: no se permitía la entrada a los infieles; la sinagoga estaba cerrada, sin más explicación, y la cisterna portuguesa anunciaba en un cartel polvoriento y descolorido por el sol que “las puertas pueden estar cerradas debido a la preparación de los trabajos de restauración”, trabajos que, aparentemente, llevan años sin comenzar. El único monumento abierto, la iglesia pretendidamente manuelina de la Concepción, había sido transformada sin ningún gusto en un teatro con muy poco uso.

   3 de mayo de 2024

   La entrada a Rabat muestra claramente que se llega a una capital. Ni suburbios desolados, ni basureros, ni solares polvorientos. La autopista desembocaba directamente en una amplia avenida, entre edificios modernos y jardines con césped, que nos llevó hasta el centro de la ciudad.

   Nuestro riad estaba, como es lógico, en medio de la medina, pero, por primera vez en todo el viaje, aparcamos sin que un solo gorrilla se acercase a cobrarnos.

   Para no perdernos, contamos en el mapa: la segunda calle a la derecha, el sexto callejón a la izquierda. Y allí estaba, el Riad Sidi Fatah, literalmente el jardín del señor de la victoria. Como habíamos pagado tres noches por adelantado, nos mostraron las habitaciones disponibles para que eligiéramos la que más nos gustase. Nos quedamos con la única con ventana a la calle, aunque fuera un callejón de metro y medio de ancho. Preferíamos tener luz natural, aunque sabíamos que cada noche nos despertarían las llamadas a la oración de las tres mezquitas que nos rodeaban.

   Solo necesitamos unos minutos para deshacer el equipaje y salir en busca de la kasbah de los Udaya. Atravesamos varias calles comerciales con casi todas la tiendas cerradas; no estoy seguro de si por ser viernes, día de descanso y oración, o por ser demasiado temprano.

   Rabat fue romana desde los años cuarenta de nuestra era, pero su verdadera fundación se produjo en 1146, cuando los almohades construyeron un campamento fortificado (ribat) sobre un promontorio que dominaba la desembocadura del río Bu Regreg. Desde aquel puerto natural lanzaron durante cien años numerosas incursiones sobre la península ibérica.

   Con las riquezas obtenidas en su guerra contra los almorávides, planearon convertir su fuerte en una gran ciudad, con una extensión de cuatrocientas hectáreas y más de catorce kilómetros de murallas; también comenzaron a construir una mezquita, que sería la mayor del islam, con un minarete similar a la Giralda de Sevilla y la Kutubia de Marrakech. La muerte del sultán Al-Mansour y la posterior derrota almohade en la batalla de las Navas de Tolosa puso fin a todos aquellos planes. Años más tarde, Alfonso X el Sabio conquistó y destruyó Rabat.

   Curiosamente fueron otros españoles los que, trescientos cincuenta años después, revitalizaron la ciudad. Me refiero a los tres mil moriscos que vivían en Hornachos (Badajoz) y fueron expulsados de España por Felipe III a comienzos de siglo XVII. Estos refugiados se instalaron en Rabat y terminaron las murallas almohades, aunque con un perímetro reducido a la mitad. También reconstruyeron la kasbah de los Udaya y, pocos años después, se proclamaron independientes frente al sultán y fundaron la República de las dos Orillas, desde donde desarrollaron una eficaz labor corsaria contra los barcos europeos, llegando hasta Gran Bretaña en sus expediciones en busca de esclavos.

   Hoy en día, esta alcazaba de los Udaya conserva sus imponentes puertas y murallas y se ha transformado en un barrio residencial tranquilo y solitario, excepto en su calle principal, recorrida continuamente por hordas de turistas en pos de sus guías.

   4 de mayo de 2024

   La ciudad nueva de Rabat, separada por una amplísima avenida de la medina, es donde se levantan los ministerios, embajadas y otros edificios oficiales. El palacio real, amurallado y rodeado de jardines, ocupa más de veinte hectáreas y, cosa rara en Marruecos, se puede visitar.

   Merecen la pena, pese a su reducido tamaño, la Casa de las Artes, una fundación privada que suele promover conciertos y exposiciones interesantes, y el Museo de Arqueología, con una colección permanente pequeña pero muy selecta de restos prerromanos, romanos y bereberes. Me llamó la atención que estuviera organizado no por épocas, sino por materiales: Sala de los Mármoles, Sala de los Bronces…

   También en la ciudad nueva, el mausoleo de Mohammed V y de sus hijos Hassan II y Muley Abadallah me trajo a la memoria otros monumentos funerarios de grandes dimensiones. No me refiero a las pirámides de Egipto, que aún no he visitado, sino a edificios mucho más recientes; en concreto, las tumbas de Lenin en Moscú, de Ho Chi Minh en la antigua Hanoi o la que hasta hace poco albergaba a nuestro propio dictador en el valle de Cuelgamuros. Me resulta curioso que, de estas tres tumbas, la española es la más grande, con mucha diferencia, y la única que se construyó en vida y por orden del propio inquilino (las de Ho Chi Minh y Lenin se construyeron después de su muerte y en contra de la voluntad expresa de sus ocupantes).  

   Junto a las ruinas inacabadas de la que iba a haber sido la mayor mezquita del islam, el mausoleo lo diseñó un arquitecto vietnamita en el más puro estilo árabe. Nada se ahorró en su construcción, ni mano de obra ni materiales. Un bloque de ónice para la lápida de Mohammed V, mármol de Carrara para las de sus hijos y, para la techumbre, toneladas de caoba tallada hasta el delirio.

   Soldados de la Guardia Real en uniforme de gala custodiaban las entradas. A mí me recordaron a la Guardia Mora que escoltaba a nuestro generalísimo en las ocasiones más solemnes.

   Al otro lado del río, la modernidad: un teatro diseñado por Zaha Hadid y una torre de oficinas que, si algún día consiguen terminarla, llevará el nombre del actual rey, Mohammed VI.

   5 de mayo de 2024

   La visita a Salé, la antigua capital corsaria, me decepcionó. Solo conseguimos visitar uno de los varios puntos de interés que señalaba nuestra guía. Las mezquitas, zawiyas y morabitos estaban

prohibidos a los kéfir; nadie, ni siquiera Google Maps, parecía conocer la ubicación exacta del mercado de las lanas, teóricamente instalado en un antiguo hospital merinita; en los zocos de los plateros, carpinteros y tejedores la mayoría de las tiendas están cerradas, pese a ser domingo a media mañana. Cada vez estoy más convencido de que en Marruecos la semana laboral dura de lunes a jueves.

   La madraza de Abul Hassan compensó nuestra frustración. Se puede visitar parcialmente (la segunda planta estaba cerrada porque, según el vigilante, “es muy parecida a la primera”). Esta madraza, mucho más pequeña que la de Ben Yusuf en Marrakech, es cuatro siglos más antigua. Su menor tamaño me permitió imaginar mejor la vida de los estudiantes, alojados en unas celdas minúsculas, la mayoría de ellas sin más apertura que la puerta.

   Volvemos a Rabat y seguimos dando vueltas por la medina, que nos envuelve con sus mil y una posibles historias. Un anciano en silla de ruedas con una gallina viva sobre las piernas. Un europeo de mi edad que pasea con un grupo de adolescentes guapísimos. Un encuadernador dorando meticulosamente un libro. Un alicatador que raspa el esmalte de un azulejo para fabricar el número de una casa o el nombre de una calle. Un ebanista tallando la base de una cama turca. Un tafiletero que rae lentamente una piel de cabra hasta dejarla fina como el papel.

   En el salón del riad en que nos alojamos, un español pontificaba: “Esta medina debe ser muy moderna, no se ven artesanos.” Probablemente, solo habría recorrido la calle Suika, la más animada, repleta de tiendas de ropa deportiva y zapatos chinos de muy mala calidad.

El domingo por la noche, el paseo que recorría la orilla izquierda del Bu-Egreb se llenó de familias y de grupos de jóvenes. Se podía escuchar música gnawa en directo, comer caracoles, maíz asado o garbanzos cocidos, cruzar el río en bote de remos, intentar derribar de un solo balonazo dos botellas de agua simultáneamente o alquilar un cochecito eléctrico para los niños. Había puestos de helados, de guirlache, de bocadillos de ensalada preparados al momento. Podías probar puntería con un arco y unas flechas o, simplemente, lo que hice yo: sentarme en un banco y contemplar el espectáculo.

  Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.

Tetuán de las Victorias:

Mequínez, cerrada por obras

Del vergel al desierto

La arquitectura del barro

Uarzazate, el Hollywood del desierto

Marrakech, una distopía inminente

Sidi Ifni, nuestra historia olvidada

Essauira, la bien diseñada

Fin de trayecto

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