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Nuestro plan era muy sencillo, o eso parecía. Aterrizar en Popayán a las dos de la tarde, coger un taxi hasta el Parque Arqueológico de Tierradentro y llegar a nuestro destino a las cinco y media, todavía con luz. Pero las cosas no eran tan fáciles. Uno tras otro, los taxistas se negaban a llevarnos —No trabajo esa zona— era la explicación más habitual, mientras que otros manifestaban directamente desconocer el camino. Solo uno de ellos, al volante de un minúsculo Kia Picanto se ofreció a transportarnos por doscientos cincuenta mil pesos, unos ochenta euros, casi el doble de lo que habíamos estimado para un recorrido de ciento veinte kilómetros. Lo elevado del precio y el hecho de que el conductor no tuviera ni idea de adónde nos tenía que llevar —Patrón, usted tendrá GPS, ¿no?— nos hizo desistir. En su favor hay que decir que el nombre de Tierradentro de la zona que queríamos visitar se lo dieron los conquistadores españoles a la vista de lo alejada que estaba de todo, aislada por las montañas de las principales vías de comunicación.
Ya en la central de Servitaxi comenzaron las negociaciones telefónicas con el jefe. Nos pedía trescientos mil pesos, y de ahí no se apeaba; insistía en que el viaje podía durar cinco horas y que había muchos tramos de vía destapada (carril sin asfaltar). Ante la falta de alternativas terminamos aceptando. Llegó primero Nilson, el conductor que nos llevaría, al volante de un coche grúa, y por fin apareció el dueño, Ezael, con un vehículo de fabricación china similar al Dacia Duster, de suspensión alta pero sin doble tracción. Serían las tres y cuarto de la tarde cuando arrancamos.
Los primeros cincuenta o sesenta kilómetros no presentaron mayor problema que los atascos de salida de Popayán, y la lluvia, que arreciaba conforme ascendíamos las montañas que separaban las cuencas del Cauca y del Magdalena.
Estas montañas, muy deforestadas, estaban salpicadas de casitas rodeadas de plantaciones de papas, hortalizas y cabuya, una planta de la familia del agave cuya fibra se utiliza para la fabricación de cuerdas, cestas y sombreros.
Algunos desprendimientos salpicaban la carretera asfaltada, pero la mayoría estaban señalizados y en vías de reparación. Aquí y allá, pintadas a favor de un tal Temístocles, que pretendía ser elegido al senado.
Las únicas personas que se veían eran indios paeces o páez, cubiertos con ponchos corto, que cargaban cestas, conducían mulas o simplemente esperaban el autobús bajo una lluvia incesante.
A partir del pueblo de Gabriel López la carretera fue empeorando. Los desprendimientos eran cada vez más frecuentes, hasta que nos topamos con el primer tramo en obras. La maquinaria pesada intentaba reconstruir la carretera, tallada en una ladera muy empinada; mientras tanto, los vehículos circulaban por un desvío provisional de tierra y lodo, tan estrecho que en pocos puntos permitía el cruce de dos coches, por no hablar de un coche y un camión.
La tarde iba cayendo, la lluvia no amainaba, y los kilómetros pasaban muy lentamente.
De pronto, frenazo. Un desprendimiento muy reciente había cubierto la vía de tierra, grava y rocas, y el agua corría por encima. Lo peor era que una Toyota Landcruiser, cargada hasta los topes, se había quedado atascada en la mitad del arroyo. El barro y la grava le llegaban hasta los cubos de las ruedas, y el agua circulaba bajo los asientos. Una gran roca se había encajado bajo el guardabarros trasero; parecía imposible tanto sacar la furgoneta del atolladero como que los demás vehículos pudieran cruzar.
Salvo el conductor y su ayudante, que metidos en el lodo hasta las rodillas intentaban desbloquear la pick up, el resto de pasajeros y conductores de los vehículos que esperaban se limitaban a observar y comentar. Ningún conductor aceptó halar del cable de acero amarrado a la camioneta. Alguien intentó llamar a los operadores de dos retroexcavadoras, aparcadas a pocos metros del desprendimiento, que podrían haber resuelto el incidente en minutos, pero al parecer estaban de vacaciones y no volverían hasta dos días después.
De cada lado del corte llegó un autobús, lo que hizo crecer sensiblemente el número de espectadores. Pronto los pasajeros de ambos autobuses llegaron a un acuerdo a través del arroyo: vadearlo con sus equipajes e intercambiar los autobuses, cosa muy razonable y sensata. El problema era que, mientras uno de los conductores estaba de acuerdo en la operación, al otro no le convencía.
Nuestro conductor observaba muy interesado la situación, pero no tomaba ninguna iniciativa más allá de contarme cómo iba la negociación de los autobuses. La profundidad y la fuerza del agua iban bajando, pronto empezaron a cruzar algunas motos.
Mientras tanto, un grupo de indios se dedicaba a una tarea que podía parecer infantil: lanzar cantos rodados del tamaño de un puño a una determinada zona del torrente. Al cabo de un rato se subieron a su carro, un vetusto R12, se dirigieron sin titubear hacia donde habían tirado las piedras y consiguieron cruzar al otro lado.
Urgí a Nilson a que hiciera lo mismo, antes de que intentara pasar algún vehículo más pesado y estropeara aquel vado tan precario. En un momento pareció que nos íbamos a quedar bloqueados en mitad del arroyo, en el siguiente las ruedas agarraron y logramos cruzar. Así pudimos continuar camino, después de solo una hora de espera.
Cruzábamos ahora una zona llana, el llamado Páramo de Guanacos, donde crecían cientos de frailejones. Dejó de llover pero se hizo de noche, y conforme bajábamos hacia el valle del río Sucio los bancos de niebla se hacían más espesos. A nuestro coche le faltaba uno de los faros, por lo que yo, que iba de copiloto, tenía que sacar la cabeza por la ventanilla para controlar la distancia hasta el borde de la pista. Muy lentamente seguimos bajando, hasta que la niebla desapareció casi por completo. A eso de las siete y cuarto llegamos al pueblo de Inzá, capital municipal; ya solo nos quedaban quince kilómetros y tres cuartos de hora hasta nuestro destino.
Por fin llegamos al hotel, en las cercanías de la aldea de San Andrés de Pisimbalá. Nilson, con muy buen criterio y el permiso de su jefe, decidió no intentar volver a Popayán esa misma noche. Se quedaría a dormir en Tierradentro e iniciaría el regreso al amanecer.
En el hotel nos costó un buen rato despertar a Harvey, el encargado, que por fin apareció somnoliento, vestido con un esquijama. Las habitaciones del hotel, propiedad de la Junta Comunal Vereda de Escaño, eran amplias aunque un tanto escuetas. Hacía bastante frío, o quizás era que estábamos destemplados después de las cinco horas de viaje por carretera, así que tuve que volver a despertar a Harvey para pedirle otra manta. Me la entregó, pero me advirtió:
—Si tiene más frío, no se preocupe. El café tiene resorte y dentro hay más cobijas—, frase críptica que me tuvo que repetir varias veces para que la entendiera. Busqué por todas partes el café y su resorte, pero no encontré nada que se le pareciera; por suerte la noche no fue muy fría. Eso sí, a las tres y media empezaron a cantar los gallos, que no pararon ya en lo que quedaba de noche.
El sábado amaneció nublado, pero sin lluvia. Empezamos nuestro recorrido por el museo arqueológico, formado por una única sala que servía a la vez de almacén y exposición. Muchos croquis de los hipogeos que queríamos visitar, mapas de la zona y urnas funerarias extraídas de las tumbas.
Comenzamos nuestro recorrido cuesta arriba, por un sendero bien señalizado, empiedrado y con frecuentes bancos para descansar contemplando el paisaje de montañas empinadas y coronadas de niebla. Nuestra guía decía que se tardaba veinte minutos en llegar al primer grupo de tumbas, pero una persona de mi edad y estado físico necesita casi el doble.
En el Alto de Segovia se podían visitar hasta veinticinco hipogeos de distintos tamaños y más o menos decorados con relieves humanos muy esquemáticos y pinturas geométricas en blanco, rojo y negro. El acceso al fondo de los hipogeos se hace por unas escaleras muy irregulares, talladas en la misma toba volcánica que forma las tumbas, con peldaños de entre cuarenta y setenta centímetros de alto. Abajo, a una profundidad de más de siete metros, suele haber una mínima antesala, separada por una barandilla de la cámara de enterramiento. Estas cámaras oscilan entre dos y medio y nueve metros de diámetro; las más grandes cuentan con columnas, pilastras y nichos laterales.
Por los restos encontrados, se cree que los hipogeos fueron construidos entre los siglos IX y VI antes de nuestra era, por una cultura ya extinguida y de la que muy poco se conoce. No se sabe de dónde llegaron, ni por qué se extinguieron, no tenían escritura, y en sus cerámicas representaban culebras, lagartos y escolopendras. Se ha comprobado que el pueblo que labró estas tumbas está relacionado con otros que por la misma época habitaban el Alto Magdalena, pero solamente aquí se han encontrado hipogeos. Se supone que le concedían gran importancia a la vida después de la muerte, a la vista de los esfuerzos que dedicaron a los ritos funerarios. Se sabe que primero colocaban los cadáveres en posición fetal, en el suelo de la cámara mortuoria, rodeados de vasijas con ofrendas de grano, herramientas, armas y joyas. Al cabo de un tiempo, cuando el cadáver estaba completamente descompuesto, se guardaban los huesos en una olla de barro decorada según la moda del momento, y se depositaban en alguno de los nichos laterales.
En algunas de las tumbas, los tres escalones más bajos se ampliaban por los lados hasta formar una especie de gradas, probablemente para permitir que un pequeño grupo de personas contemplara los ritos que se celebrasen en el interior de la cámara.
No fuimos capaces de bajar a los veinticinco hipogeos, sino solo a diez o doce; nos quedaba mucho recorrido por delante.
De momento seguimos subiendo monte por un sendero de tierra, que poco a poco se hacía más empinado y resbaladizo. Pasamos junto a varias viviendas indígenas, con paredes de bajareque (barro reforzado con cañas) y techo de paja. En ninguna faltaba una radio emitiendo música a máximo volumen. Alrededor de las casas, colgados de las laderas, cultivos de café, plátanos, papas y tomates.
Al cabo de una hora de ascensión llegamos al Alto del Duende, esta vez con solo cuatro hipogeos pero con la decoración perfectamente conservada. Confieso que bajamos solo a dos, pero con unos escalones todavía más altos que los anteriores.
Desde allí, tras otra media hora de subir por el filo entre dos laderas, llegamos a la carretera que nos llevaría hasta el Alto del Tablón. Lo de carretera era un eufemismo, aunque como tal aparecía clasificada en el mapa del municipio de Inzá. En realidad era una simple pista de tierra y grava, que conducía por un lado a Santa Rosa de Tierradentro y por el otro a San Andrés de Pisimbalá. Por suerte, nuestro destino quedaba cuesta abajo, y solo tardamos otra hora en llegar.
A pocos metros de la carretera, en la cima de un montículo, nos encontramos con un galpón que protegía once esculturas, que no están relacionadas con las tumbas, sino que aparecieron por toda la zona en diversas oquedades bajo las raíces de algunos árboles de gran tamaño. Las estatuas, de entre sesenta centímetros y dos metros y medio de altura, eran todas antropomorfas y de un estilo muy diferente a la decoración de los hipogeos. Se parecían algo a las que luego veríamos en San Agustín, pero eran bastante más primitivas.
Tanto hombres como mujeres tenían formas paralepipédicas, con la cabeza del mismo ancho que los hombros y mucho más grande de lo normal. Se podían distinguir peinados más o menos elaborados, pendientes bicónicos, faldas de borde escalonado, pectorales, cinturones y aros en los tobillos, si se las miraba con detenimiento y un poco de imaginación.
Desde El Tablón se veían otros dos núcleos arqueológicos que pretendíamos visitar: el Alto de San Andrés, a media ladera al otro lado del valle, y el Alto del Aguacate, mucho más lejos y más arriba. Pero era demasiada distancia para nosotros, ese día ya habíamos tenido nuestra ración de senderismo y arqueología. Decidimos dejarlos para el día siguiente.
Seguimos bajando por la carretera hasta el pueblo de San Andrés, cabecera del resguardo indígena del mismo nombre. Allí nos encontramos con los trabajos de reconstrucción de su capilla doctrinera, incendiada hace cinco años como consecuencia de los conflictos entre la población indígena y los colonos mestizos. La lucha, como todas, era por el poder y por dinero. Los indígenas controlaban el poder político, lo que incluía la única escuela de la zona; los mestizos pretendían que la escuela se integrase en el sistema escolar del estado.
El caso es que la capilla, unas de las seis que pervivían de las doce que los españoles obligaron a construir a los indios páez, sufrió el incendio de su techo de paja y de las vigas de quince metros de largo, con lo que también se desplomó el campanario y se perdieron las pinturas murales. Ahora los páez la están reconstruyendo con alguna ayuda del Ministerio de Cultura. Los mismos páez que llegaron en el siglo XIII, lucharon contra la colonización española, y que allí siguen. La foto es anterior al incendio, lógicamente.
Frente a la capilla se alzaba un pedrusco de unos tres metros de alto, en el que aparecían grabadas figuras muy similares a las de los hipogeos: cabezas en forma de triángulo invertido, alacranes, incisiones circulares… No sé si tienen algo que ver con los propios hipogeos o son una invención reciente, pero en cualquier caso resultaba muy apropiada la presencia de estos símbolos precristianos junto a la iglesia parroquial.
En el único restaurante de San Andrés comimos sopa de choclo (maíz tierno) y la inevitable bandeja, un plato combinado formado por filete de res o pechuga de pollo, arroz blanco, patatas y plátanos fritos, ensalada y legumbres. Es este viaje por Colombia llegaríamos a odiarla, ya que muchas veces es la única alternativa en los restaurantes sencillos.
El día que estuvimos en San Andrés se celebraba una fiesta para recaudar fondos para la escuela, que verdaderamente los necesitaba. La fiesta, por llamarle de alguna manera, consistía en un sancocho comunitario en el patio de la escuela, junto con un bingo y juegos para los más pequeños En la plaza del pueblo atronaba la música, aunque nadie bailaba. Los indios, claramente vestidos de domingo, se sentaban muy serios en torno a la pista. Familias enteras comían el sancocho mientras miraban hacia el infinito, con expresiones más de funeral que de alegría.
En Tierradentro hay 21 resguardos que velan por la propiedad comunal de la tierra. Los resguardos son dirigidos por un gobernador, un secretario, un alcalde, los alguaciles, el capitán y el fiscal. Ellos son los encargados de adjudicar las tierras, organizar las mingas comunitarias, solucionar los conflictos e imponer los castigos. Según el delito, así es la pena, que va desde los latigazos hasta el calabozo e incluso el cepo. Los miembros del cabildo se eligen en asamblea, por períodos de un año. Se reconocen fácilmente por la vara de madera de chonta con empuñadura de planta, adornada con cintas de colores. Los hemos visto circulando por carretera en una moto o caminando por alguna ciudad, siempre con su vara de mando en la mano.
Volvimos al hotel cuando empezaba a chispear. Toda la noche llovió, y al amanecer seguía cayendo una manta de agua, que hacía muy peligroso el ascenso al Alto del Aguacate, porque el sendero estaba embarrado y muy resbaladizo. Aprovechamos la mañana para descansar, que a fin de cuentas estábamos de vacaciones.
Al día siguiente intentaríamos llegar a San Agustín, en el departamento de Huila, a doscientos kilómetros de distancia. Pero esa es otra historia, que podrás leer pinchando aquí.
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