lunes, 22 de octubre de 2018

Superyo

(17 al 21 de septiembre de 2018)

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La derrota de La Heroica
- Tierradentro

Dicen que lo barato sale caro, y que nadie vende duros a cuatro pesetas. Serán lugares comunes, pero bien ciertos.

Después de haber descartado hacer el viaje desde San Andrés de Pisimbalá hasta San Agustín en transporte público (doscientos kilómetros, dos trasbordos, mucha incertidumbre en los horarios de los autobuses y yo afectado por una fuerte diarrea acompañada de vómitos), uno de los guardias del Alto del Duende se ofreció a transportarnos a los tres en un Hyundai Tucson 4*4 por medio millón de pesos, unos cincuenta euros por persona.

Como nos pareció demasiado caro, seguimos buscando hasta que encontramos a Camilo, el dueño de la cutrísima Hospedería del Viajero, que se ofreció a llevarnos en “su automóvil”, sin más detalles, por solo cuatrocientos mil pesos. Según él tardaríamos unas cinco horas en hacer el recorrido, ya que “algunos” tramos no estaban asfaltados. Encantados de ahorrarnos diez euros cada uno, aceptamos su propuesta sin pensarlo dos veces.

Salimos a las seis de la mañana, recién amanecido, en un Chevrolet Sport muy desvencijado y con un fuerte olor a gasolina. A los quince minutos tuvimos la primera parada: Camilo se había dejado en casa su documentación y la del coche. Llamó a su mujer por el móvil para que se la acercara en moto, pero no le contestaba, así que le mandó recado por una motorista. Al cabo de media hora apareció su mujer con los papeles. Claramente recién salida de la cama llevaba el casco y la zamarra de motorista encima de un esquijama blanco de florecitas. Seguimos camino.

Casi una hora más tardamos en llegar a lo que Camilo llamaba carretera pavimentada, que efectivamente estaba cubierta de hormigón pero en la que cada pocos kilómetros aparecía algún desvío provisional de tierra.

A las ocho y media llegamos a La Plata, una población bastante grande, en la que paramos para desayunar. Mi diarrea, gracias al Fortasec, respondía bien.

Todavía estábamos saliendo del aparcamiento cuando el coche se detuvo con todos los síntomas de un problema de combustible. Camilo lo revisó y comprobó que se había obturado el carburador.
Como la reparación podía hacernos perder mucho tiempo y el conductor no quería hacer de noche el camino de vuelta, acordó con un taxi que nos llevara a San Agustín, repartiéndose entre ellos la tarifa acordada para todo el trayecto.

Nos metimos en el taxi, contentos con el cambio ya que el nuevo vehículo estaba en mucho mejor estado que el anterior. Pero las cosas no eran tan sencillas como parecía, resulta que el taxi no estaba autorizado para hacer viajes fuera del municipio, por lo que nos llevó a casa de Alfonso, el patrón, que nos acomodó en su Renault Twingo particular.

Por cierto, el pueblo estaba lleno de anuncios de una próxima actuación de Los Tigres del Norte. Se ve que había dinero, porque llevar desde México a un grupo tan conocido supongo que costaría un dineral.

Por fin reemprendimos el viaje; Alfonso nos dijo que la ruta estaba asfaltada hasta San Agustín, y que tardaríamos unas tres horas en llegar. Mentira, según comprobamos más adelante.

Al cabo de media hora de subir en zigzag por la ladera de una montaña, con unas vistas espectaculares sobre el valle de La Plata, Alfonso nos anunció que se había olvidado su documentación en casa, pero que no volvería a por ella. Según él, si le paraba la policía en un control no habría problemas, porque la documentación “estaba en internet”. No quise preguntarle cómo accedería a internet la policía, en una zona con tan mala cobertura de telefonía móvil.

Llevábamos más de una hora de viaje cuando llegamos a Pital, desde donde partían dos rutas hacia San Agustín: la prometida carretera asfaltada, y una “vía destapada” por la que al parecer se acortaba una hora de viaje. Por si a estas alturas a alguien le queda alguna duda, nos metimos sin vacilar por la vía destapada, que nos llevó durante hora y media a través de una zona bastante más rica que los páramos y montes del Cauca, con grandes explotaciones agrícolas y ganaderas. Por fin desembocamos de nuevo en la carretera asfaltada, y terminamos llegando a nuestro destino a la una del mediodía. Cuatro horas frente a las tres prometidas, y eso que el atajo teóricamente nos había ahorrado una hora de camino.

 Pasamos la tarde descansando en el hotel, negociando las excursiones de los días siguientes, cambiando dinero en unos billares (a bastante mejor precio que en el banco) y tratando de hacer algunas compras. Lo de las compras no resultó nada fácil, queríamos llevarles recuerdos a los amigos, pero las tiendas de San Agustín eran de bastante mala calidad. Solo encontramos una tienda interesante, en la que nos pasamos un buen rato charlando con el dueño. Según nos contó, el negocio lo había montado su padre en los años cincuenta, y allí vendía desde botas de caucho hasta tela por metros, aunque también tenía una sastrería a medida. Conservaba las antiguas alacenas, mostradores y vitrinas de madera, y algunas muestras —que no estaban en venta— de productos de otros tiempos: Gasa para pañales, lino para guayaberas, lana para ponchos y mantas, dril para pantalones de trabajo… Al final me compré un buen sombrero de paja, no de los carísimos panamás de paja toquilla, sino algo más sencillo, como de vaquero.

Para el día siguiente contratamos a un conductor que nos llevó en su todoterreno a recorrer las principales atracciones, en un largo recorrido por los alrededores del pueblo. Aníbal conducía bien, su coche estaba en buen estado y conocía perfectamente la ruta. Los únicos problemas eran su verborrea y sus extensísimos conocimientos. Le daba igual la gastronomía, la arqueología, la agricultura o la historia, él había sido cocinero, expoliador de tumbas, cultivador de café, albañil, conductor de autobuses… Y sabía mucho más de cualquiera de esos temas que los mismos profesionales. Criticó al expresidente Santos por sus negociaciones con Hugo Chávez y Timochenko, las que llevaron a los acuerdos de paz de La Habana, y a la cocinera del restaurante donde comimos por la mala calidad del sancocho que nos sirvió; según él estaba demasiado calduriento –líquido— y elaborado con una gallina pensionada —jubilada de una granja de huevos— en lugar de criolla —la que picotea en libertad.

Criticó también a los cultivadores de café por la variedad caturra utilizada, a los constructores de carreteras por el mal trazado —ahí tuve que darle la razón—, y así siguió todo el camino.
Putero, saqueador de yacimientos arqueológicos, creo que contrabandista, habría sido un buen protagonista de una novela de aventuras. No me extrañaría que hubiera ayudado a Rekalde en su fuga, aunque no me atreví a preguntarle. Porque según cuenta Eliseo en sus cuadernos, en mayo de 2005 pasó por Mocoa, unos cien kilómetros al sur de San Agustín, en su huída desde la desembocadura del Patia, en el Pacífico, hasta el Caquetá y la frontera de Perú. Me habría gustado seguir la ruta de mi personaje, pero las condiciones de seguridad (léase grupos armados resistentes a los acuerdos de paz), no aconsejaban acercarse por esa zona, donde poco han cambiado las cosas desde entonces.

Empezamos el recorrido por el espectacular salto del Moriño, con un mirador colgado sobre el precipicio al que mi vértigo me impedía acercarme demasiado. Este pequeño afluente del Magdalena caía libremente desde más de doscientos metros de altura, con un trueno que recordaba al de un tren de mercancías pasando por un puente de hierro. Una pareja de indios jóvenes cultivaba una pequeña finca en torno al mirador y cobraba la entrada a los turistas; su hijo, de cuatro años, correteaba sólo por el borde del abismo. Alá es grande, sin duda, y su poder llegaba hasta aquel rincón del departamento de Huila.

Desde allí fuimos al Alto de las Piedras, al que llegamos después de atravesar San José de Isnos. El pueblo no es muy grande, pero conserva un cierto encanto colonial, aunque para Aníbal no era buen sitio para parar –Aquí todas las mujeres se dedican a la prostitución— aclaró. El parecía un experto en el tema.

La arquitectura funeraria de la cultura agustiniana, de la que en el Alto de las Piedras encontramos algunas muestras, no muy grandes pero que conservaban gran parte de la policromía, es radicalmente diferente de la de Tierradentro. Tiene en común con ella la ubicación en lugares altos allanados artificialmente, y poco más.

Aunque hay tumbas sencillas, en forma de pozo o de simple ataúd de piedra, excavadas directamente en el suelo, las más importantes se encuentran elevadas sobre la superficie del terreno y cubiertas por un montículo artificial de cuatro o cinco metros de altura. En la cara que mira hacia el centro del poblado se alza un dolmen formado por grandes lajas de piedra, frente al que se yergue una escultura central de hombre o de mujer, habitualmente con rasgos de jaguar, tocados de tela o plumas, pectoral, brazaletes, aros en los tobillos y algún arma o herramienta en la mano. A los lados puede haber otras dos figuras humanas, con claro aspecto de guerreros.

Algunas figuras llevan un animal sobre la cabeza y los hombros, habitualmente un felino. Las explicaciones más recientes consideran que representan la encarnación del jaguar en la figura del difunto, que así adquiriría su fuerza y su fiereza.

Detrás de este dolmen comienza un corredor, también formado por lajas de piedra, que termina en la cámara sepulcral propiamente dicha, ubicada en un nivel ligeramente inferior. En las pocas tumbas no saqueadas por los huaqueros, es en esa cámara donde se han encontrado las ofrendas: cerámicas, herramientas, granos, armas y —sobre todo— el escaso y codiciado oro.

Se cree que sobre los montículos funerarios se levantaba la vivienda principal del clan correspondiente; en el resto del llano artificial se han encontrado evidencias de cabañas más humildes, con claras muestras de especialización por barrios: alfarería, cestería, talla en piedra…

Una de las figuras más conocidas en este Alto de las Piedras, y que da título a este relato, es la conocida como Superyo, una escultura humana de tamaño superior al natural, coronada por el inevitable jaguar. Hay quien ha querido ver en ella una representación del ego y del superego, de ahí su nombre. Yo me inclino más por otra interpretación señalada más arriba, la de la encarnación del espíritu del jaguar en un cuerpo humano, mito que sigue activo entre distintos grupos indígenas de la zona.

Seguimos camino hacia el salto de Bordones, junto a cuyo mirador han construido un hotel-cafetería-restaurante de muy buen aspecto, con una vista excepcional sobre las quebradas y aldeas de alrededor, gracias a los cuatrocientos metros de desnivel de la cascada.

Quizás por esa ubicación estratégica, tres soldados de uniforme y un teniente de paisano se turnaban para comer y montar guardia junto al mirador. Uno de ellos me mostró orgulloso el fusil ametrallador que llevaba, un Galil ACE fabricado en Colombia, rediseñado a partir del original israelí. El nuevo modelo pesa un kilo menos y es más preciso. Aunque ambas armas se inspiran en el clásico AK47 ruso, son de menor calibre, lo que según el teniente era una clara ventaja ya que la mayoría de los enemigos resultan heridos en lugar de muertos, con el consiguiente problema logístico para la guerrilla. Por la cara del soldado, me dio la impresión de que no opinaba lo mismo y que habría preferido un arma más potente.

Hablando de armas, como no, Aníbal nos contó que durante sus viajes por los departamentos amazónicos de Meta y Guaviare, donde hasta los chiquillos de doce años cargaban pistolas de 9 mm, entró en contacto con una probable prostituta, que llevaba en el bolso una pistola ametralladora Mini Uzi. Lo que más me sorprendió fue la precisión con que Aníbal citó marca y modelo, como si estuviera hablando de coches. Estoy convencido de que nuestro conductor ocultaba un pasado todavía más tormentoso de lo que nos había confesado.

Después de comer nos acercamos al Alto de los Ídolos, el más interesante desde el punto de vista de la ingeniería civil. Sus habitantes primitivos no se limitaron a desmochar y allanar dos cerros cercanos, sino que usaron el material sobrante para construir una enorme terraza en forma de U que enlaza ambos promontorios.

Pese a la cantidad y tamaño de las esculturas encontradas, las dataciones por carbono 14 indican que este yacimiento pertenece a la última etapa de la cultura de San Agustín, aparentemente ya en franca decadencia. Aunque las hipótesis más habituales indican que la causa de la extinción de esta cultura estuvo en la llegada, en torno al siglo IX de nuestra era, de una nueva tribu invasora, a mí me gusta más pensar en una revolución campesina.

Me imagino a los habitantes de la región, hartos de mantener a una casta inútil y sangrienta de chamanes y reyezuelos, y de contribuir con mano de obra gratuita a la construcción de las tumbas, rebelándose, matando a los caciques, y viviendo tranquilamente en su tierra hasta la llegada de los españoles, muchos siglos después.

Mis compañeras, incansables, todavía visitaron el parque-museo de Obando y el estrecho del Magdalena. Yo, agotado por la diarrea, me limité a esperarlas en el coche, libre por un rato de la cháchara incesante de Aníbal.

Cuando llegamos al hotel, tras haber recorrido ochenta kilómetros en diez horas, me tomé medio litro de una solución rehidratante, con un asqueroso sabor a manzana, que me levantó el ánimo y me permitió ir a cenar por primera vez en dos días.

En “El Faro Ambrosia” (o Ambrosía, como se leía en otro de los rótulos) un argentino, con voz abundante pero todavía peor entonado que yo, nos cantó Cambalache a capela, y luego pasó la gorra, según él para seguir viaje hasta su Neuquén natal, siete mil kilómetros más al sur. No creo que llegara muy lejos con lo recaudado aquella noche.

El día siguiente lo dedicamos a recorrer la zona del museo arqueológico, a pocos kilómetros del pueblo, y a donde se puede llegar en un autobús urbano.

Al llegar, cometimos el error de seguir los consejos de una francesa que habíamos conocido en Tierradentro, y contratamos los servicios de un guía autorizado. El pobre Edgar padecía una ligera y evidente discapacidad física, y otra también no tan ligera ni tan evidente discapacidad intelectual.
Sus conocimientos sobre el parque se limitaban a una serie de cantinelas que nos iba recitando sin parar, le diéramos o no ocasión. Cuando le hicimos una pregunta aparentemente sencilla se calló y comenzó de nuevo desde el principio el monólogo que nos estaba soltando. Lógicamente, no le volvimos a preguntar nada.

Ya antes de terminar de ver el primer grupo de tumbas, les propuse a mis compañeras pagarle su tarifa a Edgar y pedirle que nos dejara solos: no nos estaba aportando ninguna información útil y sí alguna errónea. A ellas les pareció un desaire, en lo que les di la razón, y decidieron aguantarlo hasta el final del recorrido; yo me limité a rezagarme unos cientos de metros para no oírlo. Al día siguiente Aníbal nos confirmó que Edgar estaba “un poco loco”, y que en más de una ocasión lo habían despedido nada más comenzar sus explicaciones.

No voy a intentar describir en detalle las esculturas y tumbas que se agrupan en 3 mesitas, pese a su enorme interés y a la calidad y cantidad de figuras que se conservan in situ.

Lo verdaderamente extraño y novedoso para mí fue la llamada “Fuente de Lavapatas”, probablemente un santuario y/o sanatorio tallado en el lecho rocoso de un río. En una extensión de dos o trescientos metros cuadrados, se observan canales con forma de serpiente o salamandra tallados en la piedra, piletas, baños de asiento y hasta una especie de trono, flanqueado por relieves antromorfos y sobre el que corre el agua. Se desconocen por completo los ritos que pueden haber tenido lugar allí, pero esa falta de información ha sido suplida por la imaginación de arqueólogos y visitantes. Teorías no faltan.

El jueves nos reencontramos con nuestro inefable Aníbal, que nos llevó con su Mitsubishi Montero a recorrer los yacimientos de La Chaquira, El Tablón, La Pelota y El Purutal. Seguía tan sobrado como el primer día: cuando le comentamos la baja calidad de las reproducciones de las estatuas que se vendían en las tiendas de recuerdos del pueblo nos explicó que durante un tiempo se dedicó a la escultura, pero que sus copias eran de tal calidad que se vendían a los turistas como auténticas antigüedades.

Solo le faltó, ante el plato de huevos revueltos con tomate y cebolla que nos tomamos de desayuno, afirmar que eran mucho mejores los huevos que él mismo ponía.

Después de tantos días visitando lugares de interés arqueológicos creíamos que ya nada nos podía sorprender, pero nos equivocábamos. La primera parada, en La Chaquira, nos obligó a descender por una larga cuesta hasta un mirador sobre el profundo valle del Magdalena. Al otro lado del río, colgada de unas laderas casi verticales, se veía una casita rodeada de terrenos cultivados. A la casa solo se podía llegar en varias horas de bajada por un sendero vertiginoso, imposible en caso de lluvia. No acabo de entender cómo consiguieron bajar las láminas onduladas que cubrían el techo.
Cuando, siguiendo las instrucciones que nos había dado Aníbal, dimos la espalda al sol y al río, mirando hacia la ladera por la que acabábamos de descender, nos encontramos de golpe con una escultura bastante burda, poco más que un relieve, de un personaje que parecía adorar al sol naciente.

A su alrededor se adivinaban otras tallas, difíciles de interpretar. Un lugar perfecto para rendir culto a la naturaleza: el sol saliendo sobre las cumbres, iluminando poco a poco la selva, que se desplomaba hasta el río, y el ruido de los rápidos como música de fondo.

El segundo núcleo, el de El Tablón, era mucho menos interesante. Un simple sombrajo protegía cuatro estatuas encontradas en las cercanías, mal colocadas de espaldas al sol naciente.

El mejor yacimiento, sin duda, resultó ser El Purutal, en el que se han encontrado dos montículos funerarios, uno de ellos parcialmente saqueado por los huaqueros y otro todavía sin excavar. En la entrada de cada tumba, los habituales dólmenes están ocupados por sendas estatuas humanas que conservan perfectamente su policromía roja, blanca, azul y negra.

Una de ellas representa a un hombre, con un arma o herramienta en la mano derecha y un niño bajo el brazo izquierdo. La postura podía hacer alusión a un sacrificio ritual.

En el dolmen de la derecha, una mujer de alto rango, con los atributos del búho (control de la noche, visión en la oscuridad) y del jaguar (fuerza, fiereza, agilidad), exhibe a una niña, probablemente su hija. Es la llamada Reina Serpiente de Coral, sin duda muy poderosa.

Después de comer nos dimos un paseo por el pueblo, que se puede calificar de pintoresco. Calles en cuadrícula, herencia de la ilustración borbónica, casas de uno o dos pisos, encaladas, con enormes aleros que las protegían del sol y de la lluvia, y unos balconcitos mínimos, a los que a duras penas podía asomarse una persona. Muchas de las fachadas presentaban solamente una puerta cochera, sin ventanas; la vivienda, los almacenes y las cuadras se abrían a un amplio jardín interior, con árboles frutales y pequeños cultivos.

En la plaza del pueblo nos explicaron que allí se produce el mejor café de Colombia, y por tanto del mundo, que llega a alcanzar los cien euros la libra en primera venta; claro que lo mismo nos contaron días después en varios pueblos del departamento de Quindío. Como referencia, en un supermercado cercano el café molido costaba entre uno y seis euros la libra.

A la mañana siguiente emprendimos el largo y complicado recorrido en autobús hasta Popayán, a través del parque nacional de Puracé. Pero esa es otra historia.

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