domingo, 30 de junio de 2024

Furtivos

 Antes de nada, aviso. Está disponible en la web de RTVE hasta el 2 de octubre.


Sinopsis:

Ángel es un cazador furtivo que vive en un bosque con su madre, una mujer tiránica y violenta.En uno de sus escasos viajes a la ciudad, conoce a Milagros,una chica que ha huido de un reformatorio y que es la amante de un delincuente llamado El Cuqui.

Una de las primeras cosas que me ha llamado la atención de la película es que está doblada

Alicia Sánchez (casi) haciendo un Institnto Básico

viernes, 28 de junio de 2024

Esauira, la bien diseñada

  30 de abril de 2024

   Había oído decir que Esauira se parecía a Cádiz; ahora puedo confirmarlo. También he escuchado que Cádiz se parece a Tiro, pero, por el momento, no me atrevo a opinar. Me encaja, sin embargo, ese triple parecido porque las tres ciudades han sido fundadas por los fenicios.

   Cádiz comparte muchas cosas con su hermana marroquí: la larguísima playa urbana, la medina amurallada (Cádiz-Cádiz, le llaman a la suya los gaditanos), los grupos de turistas recorriendo la ciudad con su guía al frente (falta un perro pastor para que parezcan rebaños), la piriñaca (que allí llaman ensalada marroquí) y el excelente pescado frito, elaborado en ambas ciudades con pescado del Atlántico y aceite de oliva.   


   Hay otro aspecto que une a las dos ciudades, tan pertinaz como impalpable: el viento. Cuando sopla el poniente, tanto a Cádiz como a Esauira trae los cielos limpios, la humedad, el fresco, el ruido de las ventanas batientes, las gaviotas refugiadas en las azoteas. Si vira a levante es el polvo del desierto, en Esauira mucho más cercano; el cielo blanquecino, la sequedad y las sombrillas volando por la playa.   


   No hay aquí carnavales, pero sí un festival de música gnawa, cargado de ritmos y colores africanos. Por no hablar de las Puertas de Tierra (Bab Marrakech) y la Puerta del Mar (Skala de Mar), las fortificaciones que cierran las dos entradas de la ciudad. Y cañones, a docenas, portugueses y españoles en Esauira, franceses, españoles e ingleses en Cádiz. No los usan en Esauira como guardacantones, sino que, relucientes, fingen defender la kasbah en una imagen que, inevitablemente, me trae a la cabeza las murallas de San Carlos.  

   Los cañones de Esauira se fabricaron en el siglo XVIII; los procedentes de España llevan grabadas la iniciales de Carlos III. Predominan los fundidos en Barcelona, pero también hay alguno de la Real Fábrica de Artillería de Sevilla. Los compró el sultán Sidi Mohammed Ben Abdallah como parte de un tratado con España en el que no solo se acordaba intercambiar prisioneros y embajadores sino también la libertad de pesca y navegación entre los dos países, la compra de estos cañones y la reparación de buques marroquís en astilleros españoles.. Este tratado se suspendió temporalmente tras los intentos del sultán de recuperar por la fuerza Ceuta y Melilla, pero luego se amplió cediéndole a España el puerto de Casablanca. Parece que la historia de las relaciones entre Marruecos y España se repite una y otra vez.

   El mismo sultán Ben Abdallah mandó reconstruir la ciudad con planos del arquitecto francés Theodore Cornut, discípulo del gran Vauban, lo que explica las calles largas y rectas de la medina, tan poco habituales en el resto de Marruecos.

   Tanto le gustó el resultado al sultán que decidió cambiar el nombre tradicional de Mogador por Esauira, “la bien diseñada”. Durante la ocupación francesa (1912 a 1956) volvió a llamarse oficialmente Mogador, pero con la independencia recobró su nombre actual.

   Esauira nació fenicia, como Cádiz, para ser luego cretense, griega, romana y bereber. En 1506 fue tomada por una escuadra portuguesa que quería disponer de una escala segura en la ruta de las Indias Orientales, pero tuvieron que abandonarla poco después ante los continuos ataques marroquís. Su refundador, el sultán Ben Abdallah, centralizó en ella todo el comercio atlántico con Europa, cerrando a los extranjeros los puertos de Safi, Agadir y Rabat. Así, Esauira se convirtió en el destino final de las caravanas que cruzaban el desierto por la ruta de Marrakech y que llegaban cargadas con toda clase de mercancías, entre las que no faltaban los esclavos. Esclavos que, por cierto, muchas veces acababan revendidos en alguna de las ocho “tiendas de esclavos” que llegaron a funcionar en Cádiz.

   1 de mayo de 2024

   El puerto de Esauira constituye una atracción turística por derecho propio, aunque haya personas a quienes el olor y la suciedad les puedan resultar insoportables. Su influencia se extiende por toda la medina, en forma de carros de mano que reparten la pesca del día por las docenas de restaurantes especializados en tajín de pescado, albóndigas de sardinas, centolla, langosta o gallo a la plancha. Curiosamente, en los menús de estos restaurantes suelen aparecer las gambas al ajillo (escrito así, en español). Mención aparte merecen los boquerones, que los marroquíes consumen fritos y en bocadillo en los numerosos freidores callejeros.  A la entrada del puerto, que conserva las murallas y bastiones del siglo XVIII, docenas de chiringuitos cocinan el pescado y el marisco recién capturados. En el interior, multitud de puestos ofrecen las capturas de los barcos que se protegen en la dársena, desde pateras mínimas hasta grandes arrastreros.

   Las amas de casa pasean entre los vendedores, escogiendo y regateando hasta conseguir un precio razonable. Se puede, incluso, comprar cualquier pescado y llevarlo a uno de los chiringuitos exteriores, donde te lo cocinan por un euro.  

   En aquel puerto abierto a los paseantes me encontré de nuevo con oficios de mi infancia, como rederos y calafates, trabajando sobre el cantil del muelle para reparar las redes o los propios barcos. Un hombre pegaba parches en la ropa de aguas y una masajista demasiado escotada me ofreció sus servicios cuando mi mujer miraba para otro lado.

   Varios hombres escamaban y quitaban tripas y fileteaban el pescado para quien prefiriese llevárselo limpio a casa. Cuando acumulaban una buena cantidad de despojos se las lanzaban a una bandada de gaviotas patiamarillas, que se peleaban a picotazos por los mejores trozos.

   Los zocos de Esauira, agrupados en torno a la mezquita Ben Youssef, se organizaban por patios: pescado en el más grande, frutas y verduras, especias, joyería bereber… Sobrevivía algún sastre, aunque proliferaban las tiendas de ropa deportiva más o menos falsa. Alguna boutique con precios europeos atraía por igual a ciudadanos y visitantes.

   Me sorprendió el porcentaje tan elevado de turistas marroquíes que circulaban por sus calles, muy superior al que nos habíamos encontrado hasta entonces en otros lugares del país. Salvo en los restaurantes, donde predominábamos los europeos, la inmensa mayoría de visitantes que nos encontramos en la playa, en las fortificaciones, en los zocos o en los interminables conciertos de música callejera procedían de otras partes de Marruecos.

   Por la noche, desde nuestra habitación en el Riad Dar el Bahar, se escuchaba el mar rompiendo contra las rocas.

Mañana partiremos, con pena, para Rabat, pero esa es otra historia.

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martes, 25 de junio de 2024

Sidi Ifni, nuestra historia olvidada

   27 de abril de 2024

   Desde Marrakech, con millón y medio de habitantes, hasta Sidi Ifni, con solo treinta mil, hay cuatrocientos kilómetros que se pueden recorrer en poco más de cinco horas, pero el salto mental es muy difícil de medir. Si Marrakech es el lujo, la riqueza, la ciudad imperial, los grandes zocos y las hordas de turistas arrasándolo todo, Sidi Ifni es la humildad, la tranquilidad, el ritmo relajado de una pequeña ciudad de provincias con un ambiente y un urbanismo claramente españoles. No se producen atascos en sus calles anchas y rectas, no hay motos que avasallen a los peatones y, por no haber, no hay ni turistas.   


La actual Sidi Ifni, cuya ubicación se ha descubierto recientemente que no coincide con la de la antigua plaza fuerte de Santa Cruz de la Mar Pequeña, fue cedida a España en 1860 por el desigual tratado de Wad Ras, pero no fue ocupada de hecho hasta 1934. Desde un primer momento, su función fue únicamente militar, para lo que se construyeron fortificaciones, cuarteles, edificios oficiales, un aeropuerto y viviendas. La zona donde se levantó esta ciudad de nueva planta estaba muy poco poblada y no tenía ningún interés económico para España. Ni siquiera se podía construir un puerto, por lo que las comunicaciones se hacían por avión y, cuando el mar lo permitía, mediante lanchas de desembarco desde un buque nodriza.

   Allí se creó el cuerpo de Tiradores de Ifni, al principio con mandos españoles y gran mayoría de soldados nativos voluntarios. Este cuerpo fue trasladado a España cuando el golpe de estado de 1936 y tomó parte activa en los combates de la guerra civil, donde murieron la mitad de sus dos mil integrantes. Carne de cañón, dirían entonces sus mandos.

   Sidi Ifni, en realidad, no tiene mucho que ver y se puede visitar perfectamente en un par de horas. Objetivamente, no merece las cinco horas de viaje desde Marrakech, pero a mí me llevó un objetivo más sentimental: quería ver con mis propios ojos lo que queda de la reciente presencia española (hace solo treinta y cinco años) e imaginarme cómo se habrían sentido los reclutas españoles a los que la mala suerte o sus antecedentes penales los habían enviado a hacer la mili allí, donde nada se les había perdido. Año y medio sin poder salir del enclave, sin ver a su familia ni a su novia, en un ambiente muy hostil y con unas condiciones de vida miserables.

   Recordé el “glorioso” comportamiento del ejército español, cuyos oficiales fueron muy valientes en una guerra civil contra paisanos mal armados, pero abandonaron Sidi Ifni (y después el Sahara Occidental) a las primeras escaramuzas, dejando atrás a sus habitantes indígenas, teóricamente tan españoles como nosotros.

   La presión marroquí para recuperar la ciudad aumentó tras la independencia de Marruecos en 1956, dando lugar a la poco conocida guerra de Ifni. Jaime Martín nos la cuenta desde el punto de vista de un recluta español en su comic Las guerras silenciosas (Norma Editorial). También mi amado Javier Reverte sitúa allí su novela El médico de Ifni.

   Los pasos hacia la independencia comenzaron con la constitución de un gobierno municipal en la sombra, amparado por el partido Istiqlal y que se ocupaba de todos los asuntos indígenas. Siguieron con el izado de la bandera marroquí en la mezquita y culminaron con incidentes armados entre la policial municipal indígena y el ejército español; una especie de precuela del Proces, aunque con un final, por ahora, muy diferente. 

   A lo largo de 1957 fue aumentando la tensión, que incluyó actos de sabotaje y de terrorismo. A finales de ese año y a lo largo del siguiente se multiplicaron los ataques del Ejército Marroquí de Liberación, que obligaron a los soldados españoles (mal armados y con muchas dificultades para recibir refuerzos o suministros) a abandonar los puestos avanzados y gran parte del territorio ocupado, replegándose hasta las afueras de la propia ciudad de Sidi Ifni. Ni siquiera las actuaciones de Gila y Carmen Sevilla lograron elevar la moral de los soldados españoles, escasos de comida y de munición, calzados con alpargatas, comidos por las chinches y con un material en mal estado, procedente en muchos casos de la guerra civil.

   En 1958 se firmó un alto el fuego y el ejército español evacuó la ciudad. Nunca se informó a la opinión pública sobre los 198 muertos, 574 heridos y 80 desaparecidos. Con estos antecedentes, no comprendo por qué una calle de Sidi Ifni lleva el nombre del general Mola, represor, golpista y furibundo enemigo de la independencia de Marruecos. No me imagino una calle de Argel dedicada al general de Gaulle.

   28 de abril de 2024

   Pese a los años transcurridos, todavía hay ifneños que intercalan frases en español en sus conversaciones y sobreviven algunos de los edificios edificados entonces. Por nuestras conversaciones con los habitantes de la ciudad, no conservan un mal recuerdo de la colonización española, tan diferente de la francesa. Durante la ocupación española no se expropiaron los terrenos de cultivo, quizás porque no había, se financió el funcionamiento de la mezquita y de la escuela coránica y se prohibió el proselitismo católico.

   Gran parte de los edificios de la ciudad son de aquella época y tienen un aspecto entre modernista y bereber. El antiguo aeropuerto, hoy en día abandonado, se construyó colindante con el centro de la ciudad por motivos tácticos: los militares no querían arriesgarse a perder la única conexión segura que tenían con Canarias, ya que el teleférico que facilitaba el embarque y desembarque de pasajeros y mercancías no se inauguró hasta un año antes del fin de la colonización. Hoy en día, pese a su ubicación tan céntrica, el aeropuerto sigue sin urbanizar y se usa solo como aparcamiento y para el mercadillo de los fines de semana.

   Ya desde la víspera habían ido llegando docenas de camiones y furgonetas; las caravanas de camellos han desaparecido. Aunque la mayoría de los vendedores son ambulantes que van de mercado en mercado y venden todo tipo de mercancías, desde ropa usada hasta herramientas, hierbas medicinales o equipo de acampada, todavía quedan algunos labradores que traen su cosecha de cebollas, de tomates o de albaricoques, tan pequeños como sabrosos. No faltan, por supuesto, el aceite de argán ni la miel, uno de los principales productos de esta zona.   


   Hemos comprado fruta, tomates, pepinos y miel de limonero y de algarrobo. Esta noche nos prepararemos la cena en nuestro apartamento; una ensalada que nos sabrá mejor que la comida de cualquier restaurante.

   Al salir del mercadillo condujimos diez kilómetros hacia el norte, hasta la playa de Leghzira. Era domingo y se notaba: Familias, grupos de amigas, excursiones escolares… La playa era salvaje y abierta al océano, pero unos islotes protegían del oleaje la zona de baño. Aun así, la temperatura del aire y del agua no animaban a meterse en el mar.

   La playa es famosa por los dos arcos naturales que cerraban sus extremos. El del norte se derrumbó hace unos años, socavado por el mar y la lluvia, pero el del sur se conserva perfectamente.   


   Coincidimos con la excursión de un instituto de alguna ciudad del interior. Ellos jugaban, incansables, al fútbol; ellas tocaban la guitarra y la darbuka, cantaban, bailaban, se hacían fotos y se mojaban los pies en la orilla. Igual que un grupo de adolescentes de cualquier país del mundo.

   Para comer elegimos uno de los chiringuitos instalados sobre la arena, o quizás fue el camarero quien nos eligió a nosotros. Por sesenta dirham (unos seis euros) por persona, nos tomamos sendos menús del día: ensalada marroquí, que en Cádiz habrían llamado piriñaca; pulpo o sargo a la brasa; patatas fritas, postre, agua y pan. Nos quedamos allí hasta que la marea obligó a retirar las mesas.

   De vuelta a Sidi Ifni, siesta y paseo por su playa urbana, ocupada parcialmente por instalaciones tan prescindibles como un aparcamiento para caravanas (había otros dos en las inmediaciones). El ambiente, si cabe, era más familiar que el de Leghzira: no solo fiambreras, sino hasta una familia al completo comiendo en torno a una olla exprés, calentada sobre un hornillo de carbón.

   Hasta ahora casi no he hablado sobre el alcohol, no prohibido pero tampoco fácil de consumir. En muy pocos restaurantes se sirve y, cuando lo hay, no solo es caro sino que todos los precios de la carta se multiplican por tres o por cuatro. No se puede beber a la vista del público, lo que significa que no se sirve en las terrazas ni en locales cuyo interior se pueda ver desde la acera. Hay algunos bares, pocos, medio a oscuras y que no tienen vino ni parecen estar abiertos a las mujeres. Una solución si quieres probar los excelentes y baratísimos vinos marroquís es comprar una botella en un gran supermercado, como Carrefour, donde los sitúan en una zona separada del resto de lineales, para cerrarla durante el Ramadán y otras festividades religiosas.

   Una excepción a esta política es el Hotel Bellevue, en Sidi Ifni. En un restaurante ubicado en una zona discreta de este antiguo cuartel de Infantería de Marina pudimos tomar una San Miguel bien fría y una copa de Guerrouane Rouge muy aceptable, aunque tuvimos que pagar la botella entera y luego llevárnosla para el apartamento, envuelta en un papel para no escandalizar a los creyentes.

   Al lado del hotel, en la antigua Plaza de España, ahora de Hassan II y que no desentonaría en ninguna ciudad andaluza, fotografiamos el Ayuntamiento (que sigue ejerciendo esa función), el Consulado Español (en ruinas), la iglesia de Santa Cruz (ahora un juzgado), el antiguo Casino de Oficiales (transformado en club privado) y el Palacio del Gobernador, ahora asignado a la Casa Real y en claro estado de abandono. La única vez que Hassan II visitó Sidi Ifni, en febrero de 1972, sufrió un atentado con bomba del que salió ileso; inmediatamente, abandonó la ciudad en helicóptero. Desde entonces, ningún rey de Marruecos ha regresado a la ciudad.   


   No me resulta fácil describir Sidi Ifni, quizás por su falta de exotismo. Creo que esa es su principal característica: paseando por ella me sentía como es casa, podía estar en Paterna, en Conil o en Sanlúcar. Las calles amplias, las casas de una o dos plantas, el mercado y los edificios oficiales encajarían perfectamente en cualquier ciudad andaluza de no muchos habitantes.

   […]

   Cuando se viaja siempre se aprende algo, aunque solo sea a viajar, a que existen otros países, otras culturas, otras formas de entender la vida, a veces mejores que la nuestra. Esta tarde he aprendido que la juventud árabehablante ha creado un nuevo idioma para usar en los chats y otras redes sociales cuando su teléfono no incluye el alfabeto árabe. El arabizi es una transcripción del árabe basada parcialmente en el abecedario latino. Algunos caracteres se representan de una manera peculiar, basada más en su forma que en su pronunciación. Así, la letra ? (kh) la reemplazan por un siete (7), o la ? (ç) por el tres (3). Salvando todas las distancias, me recordó a los primeros emoticonos, cuando :) representaba una sonrisa o ;) un guiño.

   Este arabizi es comprensible para cualquier persona que lea árabe, salvando las diferencias de pronunciación entre unos países y otros, que llevan a diferentes transcripciones al abecedario latino. Frente a otros idiomas, como el japonés o el chino, que tienen una transcripción “oficial”, en cada país de habla árabe se transcribe en función del idioma de la potencia colonial. Así, en la península arábiga se basan en el inglés, en Argelia en el francés y en Marruecos se usan tanto la grafía francesa como la española (Arcila – Assilah, Tetuán – Tetouan…).

   29 de abril de 2024

   Hoy, último día de nuestra estancia en Sidi Ifni, hemos cogido el coche para dirigirnos hacia el sur por la carretera de la costa, que según Google Maps está asfaltada solo a lo largo de los primeros cuarenta kilómetros. La carretera, estrecha y en no muy buen estado, serpentea entre la montaña y el mar, en el que se alternan los acantilados y las playas desiertas.   


   En Sidi Ouarzik una pista de grava nos llevó al puerto pesquero, en realidad una calita donde no había ni un solo barco. Luego nos enteramos de que, debido al habitual mal estado de la mar y a la ausencia de puertos seguros, el pescado que se consumía en aquella zona se capturaba con caña desde las rocas.

   Un hotelito mínimo y espartano, Maison Diyani, ofrecía una carta de pescados y la euforia del momento nos impulsó a pedir un sargo sin preguntar el precio. Tuvimos que esperar una hora a que se descongelara y otra hora más a que lo cocinaran. Lo pagamos como si fuera recién pescado.

   Después de comer seguimos camino hacia el sur, a lo largo de una costa cada vez más salvaje y deshabitada. Al final de la vieja carretera, nos encontramos un tramo de veinte kilómetros recién construido que algún día acabará llegando a Playa Blanca y contribuyendo al desarrollo urbanístico de aquel tramo de costa en el que, por ahora, no se veía ni una sola casa.

   A la vuelta a Sidi Ifni nos acercamos a una farmacia para comprar algunos medicamentos. Ante las dificultades idiomáticas, nos hicieron pasar al despacho del farmacéutico, formado en Granada, que nos confirmó la placidez de la vida en aquella ciudad olvidada mientras nos enseñaba fotos de su nieta vestida de gitana en la fiesta del colegio.

   Mañana viajaremos a Esauira, pero esa es otra historia.


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Marrakech, una distopía inminente

Essauira, la bien diseñada

Rabat, la república de los piratas

Fin de trayecto

sábado, 22 de junio de 2024

Marrakech, una distopía inminente

   23 de abril de 2024 

 En esta ciudad de millón y medio de habitantes se acabó la tranquilidad de la que hasta ese momento habíamos disfrutado. Las calles de la medina, muy estrechas, estaban atiborradas de peatones, ciclistas, motos y motocarros petardeando y soltando bocanadas de humo negro. Un perfecto ejemplo de a dónde nos puede llevar la política de movilidad del Partido Popular, que en Cádiz está revirtiendo las medidas de peatonalización y calmado del tráfico tomadas durante los ocho años de un gobierno municipal de izquierdas. En Marrakech puedes salir a la calle sin encontrarte con tu novio, como presumía Ayuso, pero no tienes la libertad de tomarte una caña en una terraza.

   Esa libertad de aparcar donde te da la gana, de circular a toda velocidad por el centro de las ciudades y de llegar con el coche hasta la puerta de tu casa no es moderna ni sostenible, sino decimonónica y tercermundista. Esos presuntos derechos de unos pocos van en contra de los derechos de la mayoría a respirar aire limpio, a dormir sin ruidos y a pasear sin sobresaltos.

   ¿Imagináis la calle Compañía, los Callejones o la Plaza de la Cruz Verde invadida por los coches y las motos? Pues eso es lo que pasa en la medina de Marraquech.

   Menos mal que el Riad Celia, en el que nos alojamos, ubicado en uno de los cruces más concurridos de la medina, era un oasis de tranquilidad. Una habitación muy amplia, cómoda, bien decorada y perfectamente equipada nos ayudaba a relajarnos cada vez que volvíamos de un paseo por la ciudad.   

Como de costumbre, comenzamos nuestro recorrido por la mellah, que en Marraquech es especialmente extensa pero mantiene la tipología habitual de calles estrechas, rectas y largas. La presencia judía en Marraquech se remonta al siglo XI, desde que el almorávide Joseph Ibn Tasifin fundó la ciudad y autorizó que en ella habitasen judíos en igualdad de condiciones con los musulmanes. La limpieza étnica lanzada en nuestro país por los Reyes Católicos dio lugar a la llegada de un gran contingente de judíos refugiados procedentes de España y Portugal. Fue entonces cuando se fundó la sinagoga Alazmah, que pudimos visitar. Hasta la llegada de la dinastía saadí, de origen árabe, no se obligó a los judíos a residir exclusivamente en el barrio de la mellah. Los árabes recién llegados relegando a quienes llevaban siglos residiendo allí, como ahora hace el estado de Israel con los palestinos.

   De las treinta y cinco sinagogas que llegó a haber en la ciudad, tras el regreso a Israel de la inmensa mayoría de los judíos marroquíes solo quedan dos en funcionamiento; en el cementerio, muy extenso y también segregado, hay muy pocas tumbas recientes.


   24 de abril de 2024

   En la ciudad se apreciaban perfectamente las huellas del terremoto del año pasado: docenas de casas derruidas o apuntaladas, miniexcavadoras retirando escombros, calles cortadas por el riesgo de derrumbe… La mezquita de la kasbah, recién restaurada, ha estado a punto de perder su minarete, reforzado provisionalmente con una especie de jaula de acero. Se estima que, en todo el país, fallecieron tres mil personas y más de cinco mil resultaron heridas.

   Como si no hubiera pasado nada, los principales monumentos de Marrakech estaban atiborrados de turistas hasta un punto que no me podía imaginar; a veces daban ganas de marcharse ante las colas y el tumulto que se formaban en algunos de ellos. Para mí, la ciudad ha muerto de éxito. En los zocos ha desaparecido la especialización por gremios y la gran mayoría de las tiendas se dedica a la venta de recuerdos y de artesanía puramente decorativa. Solo en algún fonduk de los barrios más alejados de Jemá-el Fnaa se escucha el martilleo de los hojalateros o el pregón de los alfareros.

   25 de abril de 2024

   […]

   Por fin he terminado de revisar las galeradas de mi inminente libro. Me asombra la cantidad de erratas que encuentro, nada menos que una cada diez páginas, y me pregunto cuántas se me estarán escapando; estoy convencido de que más de una llegará a la imprenta.

   […]

   Hoy, mientras mis compañeras visitaban el museo de Yves Saint Laurent y el cercano Pierre Bergé de arte bereber, me he sentado en un cafetín a escribir en este cuaderno mis recuerdos más recientes.

   Ayer fue un día intenso, no por el caos de circulación por las callejuelas ni por las innumerables veces que nos perdimos, hasta acabar recorriendo el zoco de los herreros (mi orishá Ogum, siempre presente), el de los tintoreros o el de los talabarteros. Lo que me dejó mentalmente agotado fueron dos edificios que visitamos —complejos quizás sea la palabra más adecuada—

   Abrigados por otros cientos de turistas visitamos la Medersa Ibn Yusuf (“madraza del hijo de José” en traducción literal). Esta madraza fue un centro de enseñanza islámico fundado en el siglo XIV por el sultán Abou al Hasan. Luego fue totalmente reconstruido por los reyes saadíes, quienes dejaron una excelente muestra de su arte y su arquitectura. Los alrededor de ochocientos estudiantes (talibán en árabe) que residían allí durante al menos cuatro años, practicaban árabe clásico con todos sus matices y dificultades y con sus dos caligrafías, la cursiva y la cúfica. A la vez, aprendían a recitar el Corán de memoria: en los exámenes de fin de curso, el fakih recitaba una azora elegida al azar y los estudiantes debían escribir la siguiente con su mejor letra.

   Sus ciento cuarenta dormitorios, distribuidos en torno a treinta patios, me parecieron cómodos hasta saber que en cada una de ellos convivían y estudiaban hasta seis alumnos.

   El patio central de la madraza, donde se rezaban las cuatro oraciones diarias y se escuchaban las lecciones más importantes, mide más de doscientos metros cuadrados y está decorado con artesonados, arabescos, mocárabes y grandes zócalos de zelig.

   Las madrazas contaban con un cuerpo de profesores permanentes, pero era habitual que los eruditos que visitaban la ciudad, como Ibn Batuta, se alojaran allí y dictaran sus lecciones en este patio central.

   Paseando por el edificio recordé mi primera visita, en 1995; ni un solo rótulo indicaba entonces el camino hasta la madraza. No se pagaba entrada, por supuesto, ni era fácil encontrarla. El polvo y los escombros se acumulaban en el patio central y las puertas que conducían a los pisos superiores estaban clausuradas. Todo ha cambiado, en este caso creo que para bien.

 Mientas admirábamos los detalles infinitos de las yeserías y comentábamos lo decorativa que era la escritura cúfica, llegó un joven muy elegante, vestido al estilo tuareg. En un rincón del patio desplegó una mesita, la forró con un paño negro y fue sacando de su maletín y colocando meticulosamente sobre la mesa plumas, tinteros, tarjetones y otros aperos de escribir. Terminó su preparación colocando un anuncio que desveló el misterio: se ofrecía a escribir en caligrafía árabe el nombre de los visitantes, por una cantidad muy razonable. No me lo pensé y yo fui su primer cliente aquella mañana. Aquí está el resultado, para que cada cual juzgue si mereció la pena.

   


   Yo me quedé tan satisfecho que, sin pensármelo demasiado, le encargué otra tarjeta con el nombre de mi profesora de escritura, María Alcantarilla, a la que espero que le haya gustado mi regalo.

   Desde la madraza, tras perdernos varias veces, dar algunos rodeos y preguntar de vez en cuando, llegamos a Dar el Bacha, la casa del pachá en castellano. Se trataba del palacio que Thami el Glawi, pachá de Marrakech, se hizo construir en 1910. Ya he hablado antes de esta familia de traidores, y ahora visitaríamos una de las pruebas de su inmensa riqueza.

   El complejo consta de diversos edificios articulados en tono a un patio e incluye la residencia privada del pachá y la de sus concubinas, un hammam, una biblioteca y las dependencias de servicio.

   El palacio, como otras muchas propiedades de la familia Glawi, les fue expropiado poco después de la independencia del país y, en la actualidad, alberga el Museo de las Confluencias, especializado en artes decorativas. Ojalá nos sirviera de ejemplo esta eficacia en España, donde la familia del dictador Franco sigue disfrutando de gran parte de sus bienes ilícitamente conseguidos.

   Mientras paseaba, con la boca abierta, por aquellos salones, recordé el palacio de Liria en la calle Princesa de Madrid, propiedad de la Casa de Alba junto con otros veinte palacios y castillos. ¿Los veremos algún día expropiados y abiertos al disfrute público?

   Al salir de allí y abandonar la medina para dirigirnos al barrio de Gueliz, en la ciudad nueva, tuvimos que recorrer casi un kilómetro de tierra de nadie, ocupada solo por jardines y edificios oficiales. Ya he comentado antes que el concepto urbanístico de los franceses era muy diferente al de los españoles: en Tetuán, una plaza muy concurrida conecta directamente la medina, la mellah y el barrio español; en Marrakech, en Mequinez y en Rabat los colonos franceses preferían vivir mucho más lejos de los marroquís, los cuales tenían prohibido circular por los barrios franceses si no podían demostrar que trabajaban allí.

   26 de abril de 2024

   Otro de los monumentos más visitados de Marrakech es el conjunto que alberga las tumbas de los sultanes saadíes y sus familiares directos. La dinastía saadí fue la primera cuyos miembros eran originarios de la península arábiga; antes, los sultanes eran bereberes. La dinastía que sustituyó a la saadí es la alauí, a la que pertenece Mohammed VI, el actual sultán.

   Durante la ocupación francesa, los marrakechís ocultaron la existencia de estas tumbas, que consideraban sagradas, tapiando la única entrada. Solo después de mucho investigar, un oficial francés encontró un callejón que conducía a la entrada y que sigue siendo el único acceso al complejo.

   Las tumbas y los edificios que las albergan están en perfecto estado de conservación, pero la afluencia de turistas es tan excesiva que han perdido gran parte de su encanto. En mi opinión, no vale la pena esperar media hora de cola al sol para ver, durante un par de minutos, el salón principal de las tumbas.

   Pero esas aglomeraciones de las que me quejo no deberían disuadir a nadie de visitar esta ciudad mítica. Tan grande es la medina, seiscientas hectáreas, que aún quedan zonas que conservan su comercio tradicional y sus habitantes originales. Se siguen construyendo nuevos fonduk o se reparan los dañados por el terremoto y en ellos se vuelven a instalar los comerciantes y artesanos. Entramos en uno de ellos, todavía sin terminar, atraídos por el ritmo que marcaban los martillos de varios hojalateros. Cuando vimos la lentitud con la que avanzaba la elaboración de una lámpara de latón cincelado, nos dio vergüenza el precio tan bajo que habíamos pagado en Uarzazate por una similar.

   Mañana saldremos para Sidi Ifni, ya sin mi cuñada, que regresa en avión a Bilbao, pero esa es otra historia.

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Uarzazate, el Hollywood del desierto

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Fin de trayecto

miércoles, 19 de junio de 2024

Uarzazate, el Hollywood del desierto

   20 de abril de 2024

   En Uarzazate se concentra la mayor parte de la industria cinematográfica marroquí. En la propia ciudad y en sus alrededores se han filmado docenas de películas, desde Lawrence de Arabia hasta La Guerra de las Galaxias y Gladiator 2. Allí está el Museo del Cine, Atlas Studios, CLA Studios y muchas pequeñas empresas auxiliares del cine.

   En el punto más elevado de la ciudad se alza la kasbah de Taourit, quizás la mayor y —hasta hace poco— la mejor conservada del sur de Marruecos. Fue precisamente su tamaño y la seguridad que proporcionaba lo que hizo que el lugar se convirtiera en un punto de parada obligatorio en la ruta de las caravanas que, procedentes del desierto y más allá (algunas traían sal del Danakil y otras esclavos del golfo de Guinea) se dirigían a través del Atlas hasta Marrakech.

   En realidad, esta kasbah responde más al concepto de alcazaba que al de simple palacio fortificado. Por desgracia, no pudimos visitarla ya que había resultado muy dañada en el terremoto de septiembre del año pasado. En su lugar, decidimos pasear por la medina adyacente, donde también nos encontramos muchas viviendas afectadas.

   A la vuelta de una esquina, un rótulo marcaba la entrada a la mellah y otro identificaba una sinagoga. Yaekub, un joven que esperaba apoyado en la pared, se ofreció para guiarnos por dentro del edificio; según él, era un descendiente de los judíos que, hasta hace no muchos años, habían vivido en el barrio.

   Los muros del edificio estaban construidos íntegramente en tapial, y los techos eran de cañizo soportado sobre vigas de palmera; parecía imposible que hubiera resistido el terremoto. El interior era un auténtico laberinto de varios pisos y albergaba la sala de oración, la vivienda del rabino y la escuela judaica, todo ello en desuso. La planta baja parecía, más que una zona de oración, la cueva de Alí Babá o la tienda de un chamarilero.

   Alfombras, tapices, ropajes de seda, fotos antiguas y cientos de objetos rituales cubrían cada centímetro de las paredes. La iluminación tenue y los techos bajos contribuían a la sensación de agobio.

   Yaekub nos contó que en Uarzazate habían convivido hasta hace poco tres grupos de judíos. Los más antiguos, que él llamaba bereberes, habían llegado en el siglo I de nuestra era, tras la diáspora provocada por la represión romana de lo que se conoce como Gran Revuelta Judía. Él afirmaba pertenecer a ese grupo, lo que explicaría el tono muy oscuro de su piel.

   El segundo grupo, los sefardíes, con diferencia el más numeroso, llegó en los siglos XV y XVI, expulsado de España por los Reyes Católicos. El tercer y último grupo fue el de los asquenazis, que vinieron de Centroeuropa a partir del siglo XIX, huyendo primero de los pogromos rusos y luego del holocausto nazi. Parece mentira que un pueblo que ha sufrido tantas persecuciones basadas en su etnia y su religión aplique ahora esas mismas prácticas a los palestinos y que lo haga con una crueldad y a una escala nunca vistas.

   Debido a estos orígenes tan diferentes, en la mellah habían convivido gentes que se expresaban en cuatro idiomas bien distintos: el amazigh de los bereberes, el ladino de los sefardíes y el yiddish de los asquenazis, más el árabe que utilizaban para comunicarse con los no judíos. Según Yaekub, el hebreo solo se usaba para los ritos religiosos y convivían todos como hermanos. En la actualidad no quedan prácticamente judíos en Uarzazate ni en otros puntos de Marruecos. Los más pobres emigraron a Israel en los años cuarenta del siglo pasado y los ricos lo hicieron en los años sesenta y setenta.

   Siguiendo con la visita al edificio, la escuela judaica o yeshivá estaba formada por solo dos pequeñas aulas. En la primera, cuyo único mobiliario era una pizarra con el alfabeto hebreo, los niños más pequeños aprendían los rudimentos de dicho idioma; en la otra aula, sin ningún mueble, los mayores se sentaban en el suelo para estudiar la Torah, un compendio de comentarios a la Biblia y filosofía religiosa.

   En el umbral de cada habitación, Yaekub acariciaba piadosamente la mezuza, una cajita de plata o bronce que contiene un papel con el fragmento de la Torah que habla de la unicidad de Yahvé y de la designación de los judíos como pueblo elegido y propietario de las tierras de Israel. El mismo texto que utilizan ahora los fundamentalistas judíos para reclamar la propiedad de todas las tierras palestinas.

   Estas mezuza, que habitualmente se colocan en la parte exterior de los dinteles a la entrada de las viviendas judías, ha causado la muerte de miles de personas durante la persecución nazi. Para intentar salvarse del arresto y deportación, en muchas casas se arrancaron y escondieron estas mezuza ante la llegada de las tropas alemanas, pero la huella dejada en la madera bastó para delatar a sus habitantes.

   […]

   Esta mañana he recibido las galeradas del que será mi próximo libro, Los santos de mi vida, cuya corrección me obligará a ralentizar el ritmo de escritura en este cuaderno.

   […]

   La jornada en Uarzazate resultó un encadenamiento de desengaños. La famosa kasbah Tifultute, muy cercana a nuestro hotel, estaba en ruinas, no sé si por desidia o como consecuencia del terremoto del año pasado. En el barrio Aït Kadiff nadie parecía conocer el mercado semanal que, según la guía, se celebraba hoy allí. El mercado municipal de Uarzazate estaba cerrado por ser domingo, y el ksar de Aït ben Haddou, atestado de turistas y repleto de tiendas de recuerdos, no tenía nada que ver con el recuerdo que yo conservaba de mi anterior visita, en 1995, cuando la pista entonces sin asfaltar que conducía hasta él moría al otro lado del río y no pudimos cruzarla porque el agua estaba demasiado alta.

   Roger Mimó cuenta en su libro que Aït ben Haddou comenzó siendo, en el siglo XI, el ksar de los Aït Aisa U-Hamed. Su ubicación, en una de las pocas rutas que cruzaban el Alto Atlas, hacía que las caravanas con destino a Marraquech descansaran allí, lo que significaba para sus habitantes un buen ingreso en impuestos y comercio. Así, dentro de este pequeño ksar se levantan nada menos que cinco kasbah, dos de las cuales se pueden visitar. Gracias a los ingresos del turismo y a que en el lugar ha sido escenario para el rodaje de media docena de películas, el conjunto se encuentra en bastante buen estado. De los rodajes se conservan unas puertas monumentales del más puro estilo babilónico, que la declaración del pueblo como patrimonio de la humanidad no ha logrado derribar. La verdad es que son muy fotogénicas.

   Al volver a Uarzazate encontré un buen barbero que me hizo un corte rápido y cuidadoso sin hablar más de cuatro o cinco palabras, que es lo que más aprecio entre los de su oficio.

   21 de abril de 2024

   Hoy pensábamos desviarnos de nuestra ruta a Marrakech para visitar la kasbah de Telouet, perteneciente a la poderosa familia de los Glawi, pero nos enteramos a tiempo de que había quedado destruida por el terremoto.

   Los Glawi o Mezuari, de los que ya he hablado en el texto dedicado a Skoura, lograron gran parte de su poder gracias a su colaboración con las fuerzas de ocupación francesas. Mohammed el Mezuari fue nombrado caíd de Telouet a mediado del siglo XIX; su hijo El Madani llegó a ser gobernador de todo el valle del Todra y la región de Tafilálet, para luego alcanzar el puesto de primer ministro del sultán, mientras que su hermano Thami, conocido como Pantera Negra, León del Atlas y Gazela de las Montañas, fue el pachá de Marrakech durante cuarenta y cuatro años. Entre ambos llegaron a mandar sobre un millón de súbditos.

   Los franceses les dieron carta blanca en su territorio a cambio de que controlaran a las tribus más belicosas del Atlas, y la familia aprovechó sus prerrogativas para prosperar en todo tipo de negocios, incluido el bandidaje y la prostitución. Traicionaron al sultán Mohammed V para consolidar su poder familiar y consiguieron que los franceses lo deportaran a Madagascar. Por suerte, la independencia trajo el fin de su poder y el estado marroquí les expropió todas sus posesiones.

   22 de abril de 2024

   Después de más de tres horas de viaje y de cruzar el puerto de Tiz’n Tichka, a dos mil trescientos metros sobre el nivel del mar, pasamos del desierto de Uarzazate a las llanuras cultivables de Marraquech. Pero esa es otra historia.

Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.

Tetuán de las Victorias:

Mequínez, cerrada por obras

Del vergel al desierto

La arquitectura del barro

Uarzazate, el Hollywood del desierto

Marrakech, una distopía inminente

Sidi Ifni, nuestra historia olvidada

Essauira

Rabat, la república de los piratas

Fin de trayecto

domingo, 16 de junio de 2024

La arquitectura del barro

    Según Roger Mimó, catalán enamorado de esta franja fronteriza entre las cumbres del Atlas y el desierto del Sáhara que estábamos recorriendo, las palabras ksar (alcázar) y kasbah (alcazaba) tienen aquí un significado muy diferente al del norte de Marruecos. En esta zona, una kasbah es una casa solariega fortificada, mientras que ksar se aplica a cualquier aldea defendida por una muralla. No se entendía en estas tierras lo de vivir sin protección contra los más que probables ataques de las tribus vecinas.

   Los ksar pueden tener entre doscientos y tres mil habitantes. Las casas, siempre de tapial, se apiñan unas contra otras para protegerse del sol y del viento y para formar con sus muros exteriores un recinto compacto más fácil de defender, con solo una o dos entradas y varias torres de hasta cinco pisos de altura. Para reforzar el perímetro defensivo, las paredes exteriores no solían tener ventanas ni puertas, aunque en la actualidad se ven cada vez más aberturas.

   El interior de cada vivienda consta de un patio central al que, en la planta baja, se abren los establos y almacenes y, en las superiores, los dormitorios, dispuestos a lo largo de un corredor. La azotea se dedica a habitaciones de los niños, cocina y secadero de diversos productos agrícolas.

   Además de viviendas, en todo ksar hay al menos una mezquita, a veces tan humilde que no tiene ni minarete. Anejo a la mezquita o en su interior suele ubicarse el hammam, con una gran caldera en la que se calienta el agua para el baño y, al menos, tres salas independientes: una para las mujeres, otra para los hombres y la tercera, más pequeña, para lavar los cadáveres. Bajo la escalera que conduce a la azotea suele guardarse el na’sh, las angarillas en que se llevan los muertos al cementerio.

   Otra institución sorprendente de estos ksar es el toro comunitario, que de día suele estar amarrado a un poste en el exterior de la muralla y que los vecinos pueden utilizar por turnos para cubrir a sus vacas. A cambio, cada vez que entran en la aldea con hierba para su ganado deben entregarle un manojo al toro.

   Los ksar más grandes pueden tener otros edificios colectivos, como una sala de reuniones donde los cabezas de familia deciden los asuntos comunitarios, un fonduk para alojar a los comerciantes, un cementerio, una escuela coránica, fregaderos, pozos y molinos de cereales o de aceite.

   Aquí me vi obligado a hacer una pausa. El viento del desierto, incesante, arrastraba partículas finísimas de arena que, poco a poco, cubrían mi ropa, mi calva, el teléfono, la mochila y hasta las hojas del cuaderno en el que escribía. El bolígrafo crujía al deslizarse sobre el papel. La piscina me llamaba.

   17 de abril de 2024

   Después del baño y aprovechando que mis compañeras habían concertado una excursión por los poblados cercanos a las dunas, me acerqué al centro de Merzouga, a unos diez kilómetros del hotel. Merzouga es un pueblo grande, que se extiende varios kilómetros a lo largo de la carretera N13. Llamarle desolado es poco; el sol intenso apagaba los colores, el calor y el viento cargado de arena expulsaban a los posibles paseantes. Había tal cantidad de alojamientos turísticos (hoteles de todas las categorías, kasbah, campamentos de jaimas y hasta un camping municipal) que dudo que nunca lleguen a más de un veinte por ciento de ocupación. Estos días, sin duda, no formaban parte de la temporada alta. En el arcén se sucedían negocios de alquiler y reparación de quads y motos todo terreno, cafés vacíos, mínimas tiendas de alimentación, agencias de viaje y algún puesto de artesanía de mala calidad. No conseguí encontrar un auténtico shal azul de los tuareg; solo vendían malas imitaciones en tejidos sintéticos y colores demasiado llamativos.

   Aproveché para cambiar dinero y comprar agua, pañuelos de papel y repelente antimosquitos, que pronto descubrí que resultaba absolutamente ineficaz contra las moscas.

   18 de abril de 2024

   Esta mañana hemos emprendido un recorrido de doscientos cincuenta kilómetros que nos llevará hasta Tinerhir, en el curso bajo del valle del Todra. Casi todo el camino transcurría atravesando la hamada, cuyas piedras y grava iban cambiando de color entre el blanco, el gris marengo y el negro. Viendo estas tierras yermas, en las que no puede pastar ni un camello, y que el PIB de España es casi 10 veces más alto que el de Marruecos, se comprende mejor el ansia de muchos jóvenes marroquís por cruzar el Estrecho.

   Nuestra primera parada la hicimos en el mausoleo de Muley al Cherif, un antepasado de la actual dinastía alauita, autoproclamado rey de Tafilálet en 1.639. Su familia procedía de Yambu, en la península arábiga, y había llegado a Marruecos con la primera oleada musulmana, la que extendió el islam por todo el norte de África. Muley fue padre de ochenta y cuatro hijos y ciento veinticuatro hijas. Su tumba, pese a ser antepasado del rey Mohamed VI, se encontraba bastante abandonada.

   Pocos kilómetros más lejos, nos detuvimos en el palacio real de Ouled Abdelhalim, levantado a mediados del siglo XIX y un excepcional ejemplo de arquitectura de tapial. El muro exterior había sido restaurado por el Ministerio de Vivienda, pero la zona de las habitaciones del sultán y de sus cuatro esposas estaba clausurada por hallarse en peligro de ruina inminente. La muralla, de unos nueve metros de alto por uno y medio de espesor, se apoyaba en torreones, también de barro, de quince metros de altura.

   Cruzando la puerta principal se accedía al primer patio, donde vivían los esclavos y se resguardaba el ganado por la noche. Una segunda muralla, con una puerta monumental decorada con yeserías, daba paso al segundo patio, en el que se encontraban los almacenes de la cosecha y donde vivía la servidumbre. Todavía una muralla más rodeaba la vivienda del sultán, a la que no pudimos acceder por el riesgo de derrumbe. El Ministerio de Turismo tiene previsto reconstruir el palacio y transformarlo en un hotel de lujo. Inshallah!

   […]

   No voy a describir con detalle cada uno de los ksar que visitamos a lo largo del día, sino que me centraré en uno de ellos, el Gouliminem, en las afueras de Goulmina.

   Vaya por delante que las altas torres que franqueaban la entrada principal de esta aldea, por muy fotogénicas que sean, no son las originales. Una de ellas se vino abajo hace unos años, ocasión que aprovechó el ayuntamiento para derribar la otra y construir dos torres nuevas.

 La entrada, en ángulo y con doble portón, conserva unos bancos corridos entre ambas puertas, donde, según cuenta Roger Mimó en su libro “Fortalezas de Barro en el Sur de Marruecos”, dormían los visitantes que no fueran de toda confianza. De esa manera, los viajeros pasaban la noche protegidos de los peligros del exterior pero no podían acceder al interior del poblado.

   De la calle principal que cruza todo el ksar de sur a norte salen varios callejones ramificados, muchos de ellos sin salida; en cada uno de ellos habitaban (y en muchos casos habitan todavía) los miembros de un determinado clan familiar de los varios que conforman el poblado. Cada una de estas callejas tiene un portón que se puede cerrar por la noche para evitar conflictos y agresiones entre clanes. No deben ser fáciles las reuniones de cabezas de familia.

   En el otro extremo de la calle principal, otro portón da paso al barrio judío, construido tiempo después. Al fondo de esta mellah, un nuevo arco decorado con motivos bereberes conduce a la montaña. Allí se encuentra el canal principal de abastecimiento de agua, en el que varias mujeres hacían la colada, y el establo colectivo, ocupado por una docena de burros.

   A media tarde llegamos a Tinerhir. Antes de seguir camino, visitamos a Roger Mimó en su Hotel Tomboctou para agradecerle la información que habíamos encontrado en su libro sobre la arquitectura del barro. Desde allí seguimos la carretera N12, que penetra en las gargantas del Todra, para llegar a nuestro hotel. Estas gargantas presentan un fuerte contraste con la hamada y las llanuras esteparias que las rodean. A lo largo de milenios, el Todra ha ido excavando su cauce en las estribaciones del Alto Atlas, hasta formar un desfiladero de trescientos metros de profundidad y treinta kilómetros de longitud.

   La garganta se abre al palmeral de Tinerhir, que se nutre de las aguas superficiales y subterráneas que discurren por ella. En torno al palmeral se agolpan los ksar y kasbah donde residen los miles de familias que viven de la agricultura. 

   La carretera, asfaltada, se internaba en la garganta entre sendas filas casi ininterrumpidas de hoteles, cafés y restaurantes. Nos alojamos en uno de ellos, el Amazir, elegido al azar. Nuestra habitación incluía una terraza muy amplia, desde la que veíamos correr el río diez metros más abajo y escuchábamos cantar a los pájaros entre abedules y palmeras. Frente a nosotros, un farallón interminable nos protegía del sol gran parte del día; de noche incluso hizo frío.

   19 de abril de 2024

   Esta mañana decidimos seguir remontando la garganta antes de dirigirnos a Uarzazate. Durante los primeros siete kilómetros, hasta las fuentes de Toudgha, se sucedían los tenderetes de venta de artesanía y los autocares y furgonetas de los tours, apiñados en determinados puntos para hacer la misma foto del mismo acantilado o para posar con el río de fondo en plan influencer. Aguas arriba de estas fuentes, el río se volvía subterráneo y desaparecieron los turistas.

   Seguimos conduciendo otros veinte kilómetros hasta el pueblo de Tamatusht, que parecía vivir ajeno al resto del mundo y donde todavía se conservaban bastantes kasbah en buen uso, como la muy fotogénica del caíd Fuas Basu.

   Nos habría gustado visitar la mellah de Tinerhir, pero no teníamos tiempo si queríamos recorrer el oasis de Skoura y llegar a dormir a Uarzazate. No es fácil la vida del turista.

   El oasis de Skoura se extiende diez kilómetros a lo largo del río Dadés y alberga una altísima concentración de kasbah. Quizás la más conocida, por haber aparecido en la película Lawrence de Arabia, sea la de Amridil, construida en el siglo XIX para M'hamed Ben Brahim Nasiri al lado del ksar donde hasta entonces había residido su familia. El edificio fue un regalo de Madani El Glawi (hermano mayor de Thami el Glawi) en agradecimiento al maestro que había enseñado el Corán a su hijo. Ya volveremos más adelante sobre esta familia Glawi, de la que hay bastante que contar.

   La kasbah de Amridil es de las pocas en las que hay que pagar entrada, pero creo que merece la pena. Tanto el exterior como el interior estaban muy bien conservados y se podía pasear por todas su habitaciones e, incluso, subir hasta la azotea, con buenas vistas sobre el oasis.

   La entrada, en ángulo y con doble puerta para dificultar un asalto, desembocaba en un patio muy estrecho que daba luz y ventilación a las habitaciones. Alrededor de este patio se encontraban los establos, almacenes y dormitorios de servicio. Por el interior de una de las torres se subía hasta el primer piso, donde se encontraban las habitaciones principales y la cocina, ennegrecida por el hollín al carecer de chimenea. Las habitaciones, con aspilleras en los muros exteriores, daban a un corredor que rodeaba el patio.

   Un piso más arriba estaba la azotea, usada para secar la cosecha y donde se encontraban las habitaciones de los niños. Todavía se podía subir un nivel más hasta las terrazas almenadas que coronaban las cuatro torres.

   Al salir de esta kasbah hicimos un recorrido a través del palmeral, en el que se estima que hay más de cien kasbah y un millón de palmeras. Circulando por caminos de tierra que discurrían entre sembrados vimos muchas de estas casas fortificadas, en general peor conservadas que la de Amridil. Al haber perdido su utilidad tradicional y desaparecido el miedo a las algaradas de los clanes vecinos, la mayoría de sus habitantes ha preferido mudarse a viviendas de ladrillo, más sencillas de mantener. Los viejos edificios de tapial se van desmoronando; calculo que en menos de veinte años no quedará más que el recuerdo.

   Desde Skoura seguimos a Uarzazate, donde pasaríamos varios días, pero esa es otra historia.

Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.

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jueves, 13 de junio de 2024

Del vergel al desierto

   15 de abril de 2024

   De Mequinez a Er-Rachidia hay poco más de trescientos kilómetros, pero el cambio del paisaje físico y humano da la impresión de un viaje mucho más largo.

   Mientras Mequinez es una de las cuatro ciudades imperiales, fundada hace catorce siglos por los bereberes en medio de un valle muy fértil, Er-Rachidia fue construida por los franceses a comienzos del siglo pasado para servir como base a la Legión Extranjera en sus intentos de controlar a las tribus al este del Atlas Medio. Es una ciudad cuadriculada, sin medina, callejones ni palacios, en el más puro estilo racionalista. Se encuentra en el valle del Ziz, justo donde las últimas estribaciones del Atlas se transforman en llanuras pedregosas y los bosques desaparecen frente a una vegetación esteparia. El verdor de los oasis que se extienden a ambas orillas del río Ziz hace más evidente la aridez de las montañas, en la que no crece ni un árbol. Comenzamos a entrever las primeras kasbah.

   Es lógico preguntarse por qué nos detuvimos en una ciudad sin el menor encanto. La explicación se encuentra en el tipo de viaje que habíamos decidido emprender: tranquilo, reposado, sin agobios ni demasiadas horas al volante. Tardamos seis horas en recorrer los trescientos kilómetros desde Mequinez hasta Er-Rachidia, con una sola parada para comer en Midelt, a mitad de camino.

   La autovía se transformó pronto en una carretera de un solo carril en cada sentido, repleta de curvas y de cambios de rasante; no resultaba fácil superar los sesenta kilómetros por hora.

   Pese a nuestra prudencia, a poco de empezar las curvas nos paró la policía; creo que pertenecían a la Gendarmería Real, equivalente a nuestra Guardia Civil. Habíamos adelantado a otro coche en un largo tramo recto, con perfecta visibilidad, inexplicablemente señalizado con raya continua. Cuatrocientos dirham de multa, unos cuarenta euros, que pagamos sin rechistar. En España habrían sido cuatrocientos euros y cuatro puntos del carnet de conducir.

   A partir de ese momento redoblamos nuestra precaución, pese a las locuras que veíamos cometer a otros conductores.

   Aquellas curvas marcaban el comienzo del ascenso al Atlas, que en esta zona no es demasiado elevado. Aun así, en invierno debe de nevar mucho, pues encontramos numerosas estructuras antiventisqueros, balizas de nieve y barreras preparadas para impedir la circulación cuando lo aconsejara el espesor de la nevada.

   Pasamos muy cerca de Ifrán, con sus estaciones de esquí, donde tienen sus chalets los miembros de la élite marroquí. A ambos lados de la carretera se veían repoblaciones de cedros, pero muy pocos bosques naturales.

   Después del puerto de montaña de Ait Harrou, a mil seiscientos metros de altura sobre el nivel del mar, comenzamos el descenso por la vertiente oriental del Atlas. Desaparecieron los bosques de pinos y de cedros y, en su lugar, crecían ejemplares aislados de araar, una especie de conífera similar al ciprés, que también se encuentra en la sierra minera de Cartagena.

   16 de abril de 2024

   Queríamos visitar Ciudad Orión, una de las obras escultóricas gigantescas construidas por el alemán Handjög Voth en mitad del desierto, pero no esperábamos que resultara sencillo. Había muy pocas referencias en internet y las indicaciones para llegar allí eran, cuando menos, confusas. Según Google Maps, estaba a unos treinta kilómetros al noroeste de Erfud, en el centro de una hammada y a unos cinco kilómetros de la carretera más cercana, pero no teníamos información sobre el estado de las pistas. Como nuestro coche, un Toyota Corolla híbrido, no era muy adecuado para circular por fuera del asfalto, llamamos a varias agencias de viajes y expediciones en Erfud. En ninguna de ellas habían oído hablar de Ciudad Orión ni parecían tener ningún interés en proporcionarnos un todoterreno con conductor para llevarnos hasta allí.

   Ayer, cuando ya estábamos a punto de desistir, se nos ocurrió consultar al recepcionista, un joven muy agradable que pasaba la tarde tocando la guitarra con sus amigos. Uno de ellos afirmó conocer perfectamente el lugar, nos dio unas indicaciones bastante coherentes para llegar hasta allí e insistió en que la pista estaba en perfecto estado y que podríamos llegar con nuestro cochecillo sin ningún problema.

   A la mañana siguiente, de acuerdo con sus indicaciones, condujimos hasta Erfud y allí tomamos una carretera secundaria hacia el noroeste, donde comenzaron a complicarse las cosas. En una gasolinera nos decían que la pista estaba a solo dos kilómetros; en la siguiente, que todavía faltaban veinte para  encontrarla. En algo coincidían todos: en las palabras Khorf khitara, que no sabíamos lo que significaban. Llegamos a un pueblo llamado Khorf, lo que nos indicaba que íbamos por buen camino; algo más adelante paramos en un bar de carretera, donde Ahmed, el encargado, nos dijo que, en efecto, algo más adelante había un lugar perfectamente señalizado como Khorf Khitara desde donde partía la pista hacía Ciudad Orión, pero que la ruta era intransitable con nuestro coche.

   Ahmed se ofreció a llamar a un amigo, conductor de un todoterreno, que aceptó llevarnos por una cantidad razonable. Luego nos aconsejó que siguiéramos un par de cientos de metros por la carretera y que esperáramos a su amigo en “la khitara de Karim”. Allí entendimos por fin lo que eran las famosas khitaras: unas conducciones subterráneas que, en su día, habían llevado el agua de las montañas hasta el oasis de Khorf. Algo muy parecido a los Qanat de los que hablo en mi cuaderno de viajes por la Ruta de la Seda.

   Estos de Marruecos, propiedad cada uno de un clan familiar distinto, discurrían en paralelo y tenían pozos de acceso cada veinte o treinta metros. Ya no funcionaban; el cambio climático había secado los manantiales de las montañas y las khitaras estaban abandonadas. Previo pago, y mientras esperábamos a nuestro conductor, pudimos visitar una de ellas. Karim, el propietario, después de consultarme prudentemente cuál de las mujeres que me acompañaban era mi esposa, me hizo la típica broma machista: preguntarme por cuántos camellos le cambiaba a mi cuñada. Creo que mi respuesta lo dejó cortado: No hay camellos en todo el valle del Draa para comprar a una mujer libre.

   Cuando llegó nuestro conductor confirmamos el trato: transporte a las tres megaesculturas y un tiempo de espera razonable en cada una de ellas, por el módico precio de 15€ por persona. Empezamos por la Espiral Dorada, levantada por Handjög Voth en piedra negra y cuya planta sigue la de una espiral áurea, una figura logarítmica en la que el radio es proporcional al número 1,358456 elevado al ángulo expresado en radianes.

    Esta figura aparece en la naturaleza en muchas formas, desde la concha del nautilus hasta las galaxias espirales o la disposición de las semillas en un girasol.

   Vista desde fuera, la escultura parecía un bloque negro, con aspecto monolítico, que destacaba contra el fondo gris de la hammada. Al acercarnos, descubrimos que la espiral se prolongaba por la llanura mediante alineaciones de piedras hincadas en el suelo y que el edificio, de unos diez metros de alto, estaba construido en mampostería negra e iba subiendo lentamente hasta la plataforma superior, desde donde una escalera de caracol conduciría hasta las habitaciones donde se alojó el alemán durante la construcción, si no estuviera clausurada. Yo calculé un radio de doscientos metros para los tramos finales de la espiral.

   A pocos kilómetros, entre la calima, apareció Ciudad Orión, quizás la obra más impresionante de las tres. La ubicación de cada torre dentro del conjunto se corresponde con la situación aparente desde la Tierra de cada estrella de la nebulosa de Orión, y la altura de las torres es proporcional al brillo aparente de la estrella que representan. Las torres están construidas en tapial y las más elevadas cuentan con una escalera que permite ascender a la plataforma superior. El calor, que comenzaba a ser demasiado intenso, y la luz deslumbrante del sol contribuían a la sensación extraterrestre que daba el recinto. A lo

lejos, como si se tratara de un espejismo, se divisaba a unos camellos que pastaban una hierba inexistente; cerca de ellos, una jaima supongo que protegía a sus propietarios. Ni un árbol, ni una casa. Nada.

   Unos kilómetros más de pista y llegamos a la última y más modesta de las esculturas, la Escalera Celeste. Una escalera se eleva dieciséis metros hacia el cielo en el centro de un círculo de piedras; me recordó inmediatamente los observatorios astronómicos medievales de Asia Menor. Handjög Voth debe de haber sido todo un personaje.

   Se nos había hecho tarde, absortos en la contemplación de estas maravillas. Cuando regresamos a Khor, aparcamos frente a los que nos pareció un buen sitio para comer: el restaurant Sahara, adornado con una gran copia del icónico retrato del Che Guevara firmado por Alexander Korda y con fotos de varios platos: tajín, pinchitos, ensalada…

   El camarero nos aseguró que podíamos comer allí, pero, en cuanto nos sentamos, nos dijo que solo tenían bocadillos y shawarma. Pedimos tres shawarma de pollo y el camarero desapareció calle abajo montado en una bicicleta. Volvió al cabo de cinco minutos, asegurando que la comida estaría lista en media hora. Cierto. A la hora prevista llegó un cochazo negro desde el que le entregaron nuestros tres shawarma. Evidentemente, en el Sahara no tenían nada para comer pero no iban a perderse un negocio caído del cielo, Bismilah! La factura confirmó nuestras sospechas: seis euros por persona puede parecer barato, pero en Marruecos y para un local como aquel era un precio desmesurado.

   A media tarde llegamos al hotel que habíamos reservado cerca de Merzouga, la Kasbah Erg Chebbi, a la que se accedía desde la carretera general por una pista de grava de poco más de un kilómetro. El hotel, construido con materiales tradicionales justo en el límite entre el desierto de grava y el de arena, permitía acceder a las dunas directamente desde su patio trasero. Grandes salones decorados con mucho gusto al estilo bereber, habitaciones amplias en torno a un patio rodeado de soportales, piscina en otro patio independiente y, por fin después de más de una semana de viaje, carta de vinos. Allah’ Akbar!.

   En cuanto empezó a caer el sol, mientras hacíamos tiempo para la cena, nos dimos un paseo por las dunas más cercanas. Bastaba caminar cien metros por aquella arena rojiza y finísima para sentirse Lawrence de Arabia. El hechizo se completó cuando, tras unas dunas, apareció una caravana de camellos. Tengo que confesar que, al acercarse, los presuntos hombres del desierto resultaron ser un grupo de moteros llanitos, a los que los turbantes mal colocados les daban más aspecto de accidentados que de beduinos.


   Pero esa es otra historia.

Para leer otros capítulos de este cuaderno, pincha sobre el nombre.

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