viernes, 21 de febrero de 2014

La próxima escala, en Trincomalee

Para ir al primer relato de esta serie, pinchar aquí

Cuando en noviembre de 1994 oí esta frase al entrar en el despacho de un compañero de trabajo, no sabía la influencia que iba a tener en mi vida. Yo iba simplemente a dejarle un informe que me había pedido, pero allí se estaba celebrando una reunión para planificar el viaje a Nueva Zelanda de un ferry, el Albayzín, que acabábamos de entregar a su armador. Era un buque diseñado para trayectos cortos, como el cruce del estrecho de Gibraltar o la ruta de Buenos Aires a Asunción, por lo que llevarlo hasta las antípodas constituía una compleja operación logística. El buque tenía muy poquita autonomía, y desde Cádiz hasta Wellington tendría que hacer una docena de escalas para aprovisionarse de combustible, agua potable y comida.
  • La próxima escala, en Trincomalee.

Cuando oí esas palabras, no me pude callar:
  • En Trincomalee es imposible hacer escala
  • ¿Por qué dices eso?
  • Porque la semana pasada entró en la ciudad la guerrilla de los Tigres de Liberación Tamiles, y ahora mismo hay combates en toda la zona contra el ejército regular de Sri Lanka, que intenta recuperarla. Como el Albayzín llegue a la zona corto de combustible y no pueda entrar en puerto, se puede quedar absolutamente tirado en mitad del Índico.
  • Pero, Arturo, ¿tú como sabes esas cosas?
  • Porque hace tres meses estuve de vacaciones en Sri Lanka y me pilló un toque de queda que me tuvo varios días encerrado en un hotel. Y desde entonces, leo todas las noticias que se publican sobre el país.

Ahí terminó mi participación en la reunión. Dejé mi informe encima de la mesa, y los dejé discutiendo una nueva ruta.

Casualmente, a las pocas semanas, en la travesía de Adén a Colombo, el Albayzín empezó a mostrar síntomas de vibraciones excesivas en uno de los reductores de velocidad. El director del astillero, al que alguien le había contado la anterior conversación, y que conocía mi trabajo anterior como experto en vibraciones en otro astillero de la empresa, me llamó a su despacho:
  • Arturo, quiero que vayas a Colombo, te embarques en el Albayzín, compruebes el nivel de vibración mientras navega hacia Sumatra, y, si efectivamente es demasiado alto, busques el motivo y lo soluciones.
  • De acuerdo, haré lo que pueda. ¿Cuándo tengo que irme?
  • Bueno, para llegar a tiempo tendrías que salir mañana por la mañana.
  • No hay problema. Si te parece, recojo ahora mismo la documentación técnica y el analizador, y me voy para casa a preparar el equipaje.

Dicho y hecho. Me presenté al día siguiente en el aeropuerto de Jerez, para encontrarme con dos mecánicos, Tomás y Jose Mari, y un electricista, Luis, que viajarían conmigo hasta Colombo, un tanto preocupados porque era la primera vez que viajaban a un sitio tan lejano. Al amanecer del día siguiente aterrizamos en el aeropuerto de Colombo.

El Albayzín, que procedía del sultanato de Omán, todavía no había llegado a Colombo, por lo que nos instalamos en un hotel, y después de una ducha salimos a conocer la ciudad. En la puerta del hotel nos subimos a uno de los carísimos taxis de lujo que monopolizaban la parada, para dirigirnos al parque Viharamahadevi, en el centro de la ciudad.

Ya en el parque, nos dimos un paseo para irnos aclimatando al calor y la humedad. Mis compañeros, cuando vieron usar elefantes para retirar un árbol derribado por el monzón, se quedaron con la boca abierta, aquello solo lo habían visto en el circo.

Desde el parque, ya más relajados, nos fuimos a visitar el templo hinduista de Sri Bala Selva Vinayagar, a pocos kilómetros. Como no era cuestión de seguir gastándonos el dinero en taxis de lujo, paramos un par de rickshaws motorizados, los que en la España de los años 50 se conocían como isocarros. Allí nos subimos, para zigzaguear hasta el templo entre coches, bicis, motos, elefantes, carros de vacas, peatones y otros rickshaws.

En el templo tuvimos la suerte de coincidir con un festival religioso en honor de Ganesha, el dios con cuerpo de niño y cabeza de elefante. Cuenta la leyenda que Parvati, esposa de Shiva, dejó a su hijo Ganesha en la puerta del baño, con el encargo de no dejar entrar a nadie mientras ella se bañaba. Cuando llegó Shiva, Ganesha sorprendentemente no lo reconoció y le impidió el paso. Shiva, que tampoco reconoció a su hijo, se enfureció y le cortó la cabeza. Ante la bronca que le montó Parvati, y dándose cuenta de su error, Shiva le prometió revivirlo y ponerle la cabeza del primer animal que pasara por delante. Y pasó un elefante….

Miles de peregrinos se apiñaban en el interior y en los alrededores del templo. No entramos en el edificio principal, ya que era obligatorio descalzarse, y el suelo estaba cubierto de toda clase de inmundicias, entre las que destacaban los escupitajos rojos del betel. Pero lo que sucedía en el exterior era suficientemente pintoresco. A la sombra de un enorme banyano, el ficus religiosa omnipresente en los templos budistas e hinduistas, los peregrinos encendían velitas y candiles de aceite de coco. En medio de un humo pestilente y con un fervor impresionante elevaban su cántico del Ganesha-sajasranama, una salmodia formada por los cientos o miles de nombres con que se conoce a Ganesha.

Con la mente todavía saturada por estas impresiones, tuvimos que volver al hotel a recoger nuestro equipaje y dirigirnos al puerto, pues estaba próxima la llegada del Albayzín. En el muelle nos embarcamos en la lancha del consignatario, cargada con colchones, almohadas y ropa de cama para nosotros cuatro, y agua y provisiones para toda la tripulación. El ferry, para ahorrar costes de amarre, estaba fondeado en mitad de la bahía, y tuvimos que subir por una escala de gato bamboleante, que en el futuro provocaría muchas protestas de los prácticos. Por cierto, no hubo manera de convencer a los tripulantes de la lancha de que el Albayzín era un ferry. Nuevo, reluciente y muy aerodinámico, estaban empeñados en que era un yate de algún potentado ¡con 92 metros de eslora!

A bordo nos recibió la tripulación española, formada por empleados del astillero, y los argentinos representantes del armador. También viajaban en el ferry un grupo de pilotos y mecánicos neozelandeses, para familiarizarse con el manejo del buque, con el que iban a operar para unir las dos islas principales de su país, a través del estrecho de Cook.

Las condiciones de vida a bordo eran muy espartanas. No había camarotes, cocinas ni duchas, al tratarse de un buque diseñado para trayectos de pocas horas. Para dormir, en los salones habían desmontado algunas filas de asientos salteadas. En cada uno de esos espacios se colocaba un colchón en el suelo, y ya teníamos alojamiento. La ducha se resolvía de dos maneras. Cuando el capitán detectaba que se acercaba un chubasco, avisaba por la megafonía, y todos los tripulantes libres de servicio nos dirigíamos a cubierta en bañador y armados con un bote de champú o gel. En cuanto empezaba a llover nos enjabonábamos a toda prisa, y luego nos aclarábamos con la misma lluvia. Por suerte, estábamos muy cerca del Ecuador, y el agua que caía no estaba nada fría.

El otro sistema de ducha, mucho menos agradable, consistía en amarrar una manguera contra incendios a uno de los candeleros de la cubierta de popa, apuntando hacia el cielo. Al abrir la válvula, por la boca de la manguera surgía un potentísimo chorro de agua salada que, después de alcanzar bastantes metros de altura, volvía a caer sobre la cubierta con muchísima fuerza. Una vez enjabonados y aclarados, cerrábamos la válvula y nos quitábamos el salitre con una botella de agua mineral.

Lo de la comida tenía bastante peor arreglo. Teníamos un par de microondas y una cocinilla de butano con la que hacíamos lo que podíamos, divididos radicalmente por idioma. A eso de las doce comían los neozelandeses, y a partir de las dos los españoles y argentinos, para después echar una buena siesta si no teníamos otra cosa que hacer. Tampoco había gambuza frigorífica, por lo que la comida fresca duraba solamente un par de días. El resto del tiempo, pasta, arroz, latas de conserva y pan de molde.

Tuve suerte, y el problema que me llevó a bordo lo diagnostiqué rápidamente. Por un error de cálculo, se habían aflojado los pernos que unían el reductor con la bancada, y alguno se había roto. Como a bordo no había pernos de repuesto, teníamos que esperar a la siguiente escala para intentar reponerlos.

Uno de los días de navegación cruzamos el Ecuador, por lo que los novatos pasamos nuestro peculiar bautismo marino. Fue algo totalmente inesperado para mí. Estaba en la cubierta de proa mirando al horizonte cuando me cayeron encima los chorros de un par de mangueras contra incendios, con tanta fuerza que casi me tiran. Para que las gafas no salieran despedidas y se me rompieran, me las metí en el bolsillo del mono de trabajo. Cuando terminó la broma, allí mismo me quité el mono, que retorcí con todas mis fuerzas para escurrir toda el agua posible. Tan bien lo escurrí, que las gafas que llevaba en el bolsillo quedaron hechas añicos, y a partir de ese día me tuve que apañar con las de sol.

Uno de los tripulantes, Ginés, técnico en electrónica de control de nuestro astillero de Cartagena, estaba viviendo la aventura de su vida. Había volado urgentemente desde Cartagena hasta Malta, la primera escala del periplo, para solucionar unos problemas en el control de la planta eléctrica. Ya en el avión, a punto de aterrizar, cuando se puso a rellenar la ficha de inmigración se dio cuenta de que su pasaporte había caducado hacía unos días. No le dio mayor importancia, ya que su intención era aprovechar la escala prevista de dos o tres días en La Valetta para hacer su trabajo y regresar a Cartagena al día siguiente, y además la policía de fronteras no le puso ninguna pega en la entrada al país. El problema fue que cuando al cabo de una hora terminó su trabajo, notó que el barco se movía. Al subir a cubierta alcanzó a ver pasar por babor el Fuerte Manoel. El ferry había zarpado muchísimo antes de lo previsto, y la siguiente escala era en Port Said, a la entrada del Canal de Suez.

Cuando el Albayzín llegó a Egipto, Ginés se despidió de la tripulación, cargó su escaso equipaje, bajó a tierra, y se fue a la oficina de inmigración para legalizar su entrada en el país. A los pocos minutos estaba de vuelta, con la cara demudada y escoltado por la policía de inmigración. ¡No le autorizaban a desembarcar en Egipto por tener el pasaporte caducado! La embajada española estaba cerrada por ser sábado, y el Albayzín zarpaba al día siguiente, o sea que no le quedaba más remedio que continuar viaje a bordo. Sus compañeros le consolaron, y comenzaron las gestiones desde el astillero con el Ministerio de Asuntos Exteriores, para que pudiera desembarcar en Suez, al otro extremo del canal. Por motivos burocráticos resultó totalmente imposible, y lo mismo sucedió en las siguientes escalas en Yibuti, Omán y Colombo.

Por suerte, en la embajada española en Yakarta todo fueron facilidades. Uno de sus funcionarios se trasladó en avión hasta Padang, en la isla de Sumatra, cargado con un pasaporte casi terminado y una máquina de plastificar que debía pesar sus buenos treinta kilos. Cuando el ferry entró en la bahía de Padang, el funcionario contrató una lancha que lo llevó hasta el costado del Albayzín, y después de que izáramos la plastificadora con un cabo, subió por la escala de gato. Ginés, que no se lo podía creer, pegó su foto y firmó el pasaporte. A continuación, Javier Uriona, que así se llamaba el funcionario, ex pelotari y casado con una indonesia, plastificó el pasaporte y se lo entregó. Mi compañero casi se echó a llorar.

Pero estoy precipitando los acontecimientos, ya que aún no he contado la llegada al puerto de Padang. Después de unos días de navegación, una noche nos dijo el capitán que a la siguiente madrugada llegaríamos a Padang, en Sumatra. ¡Sumatra!: Sandokán, los tigres de Mompracem, la Perla de Labuán, los piratas de Malasia... Todas mis lecturas infantiles, en libros de Salgari heredados de mi padre y de mi abuelo, se iban a hacer realidad. Puse el despertador a las cuatro de la mañana, con una excitación que a duras penas me dejaba dormir.

Antes de amanecer ya estaba en el puente, cebando un mate con los argentinos, que hacían la tercera guardia. Conforme aclaraba el cielo, se iban perfilando por la proa, a bastantes millas, unas montañas oscuras: la cordillera Barisan. Después surgieron de la oscuridad del mar cientos de islotes, de no más de una hectárea cada uno, cubiertos de selva y rodeados por un triple anillo: uno amarillo de arena impoluta, otro verde claro de mar en calma, y el tercero blanco de la espuma de las rompientes sobre los arrecifes de coral. Por en medio navegaban unas pequeñas embarcaciones, con velas multicolores y balancines de madera clara. Eran pescadores retornando a puerto tras toda una noche pescando. Y al fondo, por encima de la cordillera, el cielo se teñía de todos los colores del arco iris, en uno de los amaneceres más espectaculares que he visto en mi vida. Allí comenzó mi pasión por Indonesia.

Las montañas iban acercándose, virando del negro a incontables tonos de verde. Eran muy empinadas, cubiertas de selva, y caían hasta el mar. A lo lejos se divisaba la ciudad de Padang, el principal puerto de la costa oeste de Sumatra, muy cerca del epicentro del maremoto que, diez años después, arrasaría toda la costa del Índico. El primer edificio que distinguí desde el barco, un silo gigantesco, ostentaba un letrero sorprendente, en letras de varios metros de alto: SEMEN PADANG. Era mi primer contacto con el idioma indonesio, y por unos minutos pensé en si ese sería el principal producto de exportación de la provincia de Sumatra Occidental. Pronto descubrí que, en realidad, el silo almacenaba cemento.

Por fin fondeamos en la bocana del puerto, en donde además de repostar combustible, agua y alimentos, pensábamos comprar  pernos para reponer los que se habían roto. A los pocos minutos de fondear, se acercó una lancha con Javier Uriona a bordo, como ya he contado más arriba. Cuando se solucionó el problema del pasaporte, la misma lancha se llevó al funcionario de la embajada y a Ginés, que no se podía creer que por fin podría abandonar el barco.

El capitán y yo desembarcamos con ellos, y nos pasamos toda la mañana de ferretería en ferretería, intentando comprar los pernos y alguna pieza más que necesitábamos. A base de gestos y muchos dibujitos, porque allí casi nadie hablaba inglés, conseguimos comprar todo. Volvimos a bordo en otra lancha, que nos cobró la barbaridad de cien dólares por el trayecto. En pocas horas mis compañeros mecánicos consiguieron sustituir los pernos, con lo que mi trabajo había terminado, y podía volverme a España. Además se acercaban las navidades, y no me apetecía pasarlas lejos de casa.

Antes de marcharme, decidimos bajar todos los españoles a tierra para celebrar una comida de despedida. Como no era cosa de pagarles otros cien dólares a los mafiosos de las lanchas oficiales, hicimos señas desde el buque a unas canoas de pescadores que regresaban a tierra. Se acercaron a la escala, y nos repartimos todo el grupo entre varias canoas. Nos sorprendió ver que no se dirigían hacia el mismo puerto, sino hacia una aldea de pescadores cercana. Supusimos que lo hacían para evitar problemas con las mafias del puerto. Varamos en una playa de fango, nos descalzamos, nos arremangamos  los pantalones, y nos metimos en el agua para llegar a tierra. A los pescadores les pagamos diez dólares. Se quedaron encantados, pero luego el cajero de mi empresa se negó a pagármelos, porque no tenía recibo.

Nos llevaron a su casita, al borde mismo de la playa, para lavarnos los pies, y nos fuimos caminando hasta el centro de Padang, donde probamos por primera vez la cocina local, picante a más no poder, de la que ya he hablado en “Todo empezóen Kupang”.

A la mañana siguiente me fui a las oficinas del consignatario para arreglar mis papeles de entrada en Indonesia y reservar un billete de avión a Singapur. Resulta que Padang no era un punto de entrada habitual a Indonesia, y que para desembarcar oficialmente del barco y entrar legalmente en el país había que hacer unos determinados trámites poco frecuentes. Curiosamente, para desembarcar de hecho y recorrer toda la ciudad nadie me había pedido ningún pasaporte, pero si llego a presentarme en el aeropuerto sin un sello de entrada me temo que habría tenido muchos problemas.

El consignatario me estuvo mareando varias horas, contándome que tenía que pagar quinientos dólares de unas presuntas tasas de desembarco, pero que no me podía dar ningún recibo. Cuando me di cuenta de que me estaba intentando estafar, le monté tal escándalo que en media hora apareció mi pasaporte con un visado de entrada perfectamente en regla. Lo conservo como oro en paño, ya que en él se declara mi condición de ex tripulante del Albayzín.

Por fin me pude despedir de mis compañeros, que seguían hasta Nueva Zelanda, y coger un taxi al aeropuerto. En el control de inmigración, nuevos problemas. Cuando enseñé mi pasaporte con el sello de entrada por Padang, me sacaron de la cola y me hicieron pasar a un cuartito, donde el oficial me pidió dinero con no recuerdo qué pretexto. A la vista de la cara dura del policía, no tuve el menor reparo en contarle que yo también era musulmán, y que como tripulante de un barco ganaba muy poco dinero. Inshalá, la mentira funcionó milagrosamente, y me dejaron embarcar sin pagar el soborno.

Ya en Singapur, no se acabaron los problemas. Yo sabía que mi billete a Madrid con Air France era para el vuelo de la víspera, pero al volar en clase preferente esperaba que me lo cambiaran de fecha sin recargo. Después de esperar durante diez horas a que abrieran los mostradores de facturación, me dijeron que no, que no podían cambiarme la fecha, y que la única solución era comprarme un billete nuevo y luego pedir el reembolso del que yo tenía. Mi tarjeta de crédito no daba para tanto, y yo llevaba solamente trecientos dólares en la cartera. Poco me faltó para ponerme a llorar. En aquellos tiempos sin teléfono móvil ni Internet, estas cosas no eran fáciles de resolver.

Vagando por el aeropuerto sin saber qué hacer, y un tanto deprimido, vi anunciada la apertura de facturación de un vuelo de British Airways a Londres. Dispuesto a quemar mi último cartucho, me presenté en su mostrador con mi billete de Air France, preguntando si me lo podían cambiar por un vuelo a Londres, aunque fuera en turista. Para mi gran alegría, me lo cambiaron por un Singapur – Londres – Madrid en Business. Para acabar de arreglarlo, en la sala VIP me encontré una botella de Tío Pepe, que casi me terminé yo solito. En ningún vuelo he dormido tan a gusto como en aquel.

Volví a casa tan enamorado de Indonesia, que convencí a mi mujer y a un amigo para volver el verano siguiente, en un viaje organizado que no voy a contar aquí. Pero sí que tengo que mencionar a Manu Minguito, el excelente guía de la agencia, que me acabó de contagiar su pasión por aquel país. Conocía tan bien Indonesia que nos dibujó de memoria un mapa del archipiélago bastante fidedigno, en el que nos indicó los sitios que más le gustaban. Me aconsejó que volviera por mi cuenta, previo aprendizaje del idioma indonesio, sin el cual era muy difícil moverse fuera de las rutas más trilladas.

Dicho y hecho. Conseguí en Londres un método Berlitz de indonesio en inglés, y me pasé todo el año escuchando las casetes una y otra vez, aprovechando los trayectos de ida y vuelta al trabajo. Tengo que decir que es uno de los idiomas más sencillos que conozco. Se escribe con caracteres latinos, se pronuncia casi igual que el español, y no tiene géneros, declinaciones, conjugaciones ni ninguna de esas cosas que tanto complican el aprendizaje de un idioma. Los verbos solo tienen infinitivo, el plural se forma repitiendo la palabra o añadiéndole un exponente (anak = niño, anak anak = anak2 = niños). Y lo más importante de todo, es un idioma artificial creado cuando la independencia a partir de la lengua franca de los mercaderes, con lo que suele ser el segundo idioma para la mayoría de los indonesios. O sea que casi nadie usa palabras complicadas, y comprenden perfectamente que un forastero lo hable bastante mal. En fin, el idioma ideal para aprenderlo por cuenta propia.

Y así acabé al año siguiente en Kupang, donde empieza el primer relato de esta serie.

Ha llegado el momento de despedirme con la clásica frase de "Colorín, colorado, este cuento se ha acabado". Subrayo el este porque no descarto que, tras unos meses de bien merecido descanso, me decida a contar mis aventuras en ¿Brasil? ¿Japón? ¿Irán? ¡quien sabe!.

2 comentarios:

  1. Magníficas tus historias de Indonesia, Arturo. Clara, concisa y emocionante literatura, mejor que Salgari en muchos momentos. Le has dado al Foro de Manrique una nueva perspectiva y, seguro, nuevos lectores.
    Además de tenerlos en el blog, yo he archivado tus 7 artículos en una carpeta especial dentro de mi archivo de documentos, al lado de la carpeta de las "Crónicas desde el Atalante" que nos mandó Antonio Pérez de Lucas a unos cuantos compañeros en el año 2002, cuando bajó a examinar el Prestige en aquel minisubmarino francés. Cuando he abierto su carpeta he visto, con sorpresa, que Antonio nos mandó también 7 crónicas ( aunque es verdad que la segunda subdividida en 5 más). Debe ser que para los aventureros el número 7 significa algo, así que dentro de 7 meses nos puedes escribir otras 7 crónicas de alguno de tus otros viajes de aventuras.

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  2. Muchas gracias por tus exagerados elogios, que si tuviera algo de vergüenza me sonrojarían.

    Aprovecharé tu información para pedirle a Antonio que me envíe esas crónicas.

    No se si el 7 significa algo para los aventureros, ya que no me considero uno de ellos. Las "aventis" que cuento me ocurrieron siempre de manera inesperada, no iba buscándolas deliberadamente, aunque tampoco las rehuí cuando me las encontré.
    En estos viajes que cuento, y en otros que quizás cuente algún día, lo que buscaba era lo diferente, lo que me podía ayudar a ver las cosas desde otra perspectiva.
    Por ejemplo, viajando descubrí la inmensa suerte de haber nacido en un país que, en aquellos tiempos, cubría perfectamente mis necesidades básicas (educación, sanidad, vivienda, participación democrática...)
    Cosas de las que no disfrutaba casi nadie de los países que iba visitando. Cosas que yo daba por sentadas, pero que ahora estamos descubriendo que cualquier trilero puede birlárnoslas antes de que reacionemos.

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