domingo, 4 de julio de 2021

El balón de Harun. 2º premio de la Feria del Libro de Cádiz

    Selma Sudija ha nacido en un país que ya no existe y quiere guardar para el futuro la memoria de lo que está ocurriendo. Dedica todo su tiempo libre a reunir testimonios de la masacre.

     

     Una noche llamaron a la puerta. Un grupo de hombres nos obligó a salir de casa; entre ellos reconocí al hijo del relojero y a un conserje del colegio. En la calle nos juntaron a todos los vecinos de apellidos bosnios. Nos separaron en tres grupos, a golpes: a un lado los ancianos y los niños; a otro las mujeres; en el medio los hombres. Vaciaron las casas de muebles, vajillas, manteles, comida. Destrozaron metódicamente nuestra memoria: libros, fotos, recuerdos de familia. Era invierno, pero no nos dejaron abrigarnos. A los hombres los hicieron cargar con el fruto del saqueo y meterlo en camiones. Luego los arrearon hacia el bosque. Al cabo de un rato escuchamos tres o cuatro descargas, después solo tiros aislados.

     Las mujeres ya imaginábamos lo que nos esperaba. Fue mucho peor. A las que se resistían demasiado les cortaban el cuello. Mientras, escuchábamos cómo se apagaba el llanto de los niños.

     

     Las historias se hincan en su piel pálida y horadan galerías que le llegan a lo más profundo, donde aferran sus raíces alimentando brotes nuevos.

     De noche, en esas horas frías en que sus vecinos intentan dormir entre el estruendo de las bombas, Selma recorre siempre el mismo sueño.

     

     Los soldados llegaban un amanecer lluvioso. Rodeaban la aldea e iban casa por casa, sacándonos a los bosnios y a un par de familias judías. Nos reunían delante de la iglesia, los hombres a un lado, las mujeres a otro y los niños, unos veinte, en el centro de la plaza.

     

     En la ciudad sitiada la vida no se detiene. En los sótanos de las viviendas golpeadas por las bombas, al abrigo de los francotiradores, resisten los vestigios de la antes intensa actividad cultural. Conciertos de música de cámara, recitales de poesía o conferencias reúnen a quienes osan abandonar sus domicilios, esperando no quedar enfocados para siempre en algún visor nocturno. A veces no lo consiguen.

     Una tarde de primavera, a la salida de un concierto en el que habían sonado los mejores cuartetos de Haydn, a Selma le presentaron a un observador de origen bielorruso, Artem Paznishenko. El grupo se refugió en un café instalado en un garaje subterráneo, cerca de la antigua Biblioteca. El local, pese a todas las carencias, era lo suficientemente acogedor como para hacer olvidar durante un rato lo que estaba pasando fuera.

     A la luz de las velas todos somos más guapos. Selma se sentó al lado de Artem, cuyo cabello rubio, casi blanco, brillaba en la penumbra. Según él, fue un amor repentino, adolescente; según ella, lo que los atrajo fue el exceso de vodka y de café. Salieron juntos y pasaron el resto de la noche en el hotel de Artem, relativamente seguro bajo la bandera de la ONU.

     Durante la primavera y el verano, Selma se refugiaba cada noche en los brazos de Artem, que formaban un círculo de hierro en torno a ella y no dejaban que el sueño maldito la alcanzara.

     Llegó el otoño. Artem tuvo que partir y las pesadillas volvieron.

     

     Nos tenían bajo la lluvia un par de horas, hasta que llegaba otro coche escoltado por varios motoristas. El chófer se bajaba y abría la puerta. El general Borko Zanjanovic salía del coche y miraba a su alrededor.

     

     Cuando una bomba incendiaria impactó en el pequeño apartamento que le servía a Selma de vivienda y de despacho, los documentos y testimonios que había ido reuniendo durante meses se perdieron entre las cenizas.

     Aquella noche Selma soñó el fin de la historia.

     

     El general se acercaba a los niños, que lloraban. Repartía unos caramelos y luego se soltaba del cinturón una granada. Con una sonrisa, le quitaba el seguro y la ponía cuidadosamente en el suelo.

     —Ahora vais a jugar un partido de fútbol. Para el equipo que gane hay otra bolsa de caramelos. Que saque el más pequeño.

     Se adelantaba mi hijo Harun, que tenía cuatro años.

     

     Selma se despierta, aturdida. Un fuerte pitido en los oídos le impide escuchar lo que sucede a su alrededor. Se lleva la mano a la cara y la retira impregnada en un líquido viscoso y oscuro. Intenta incorporarse, pero el cuerpo no le responde.

     Cuando el pitido baja de intensidad oye chillidos, lloros de niños, algún disparo. Busca a Harun con la mirada y solo encuentra uno de sus zapatos nuevos.

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