El niño escuchaba a su abuelo con los ojos muy abiertos. Dentro de aquellas bellotas, recogidas del asfalto que ahogaba al roble de la plaza, no podía caber un árbol.
Cada mañana, cuando la luz naranja entraba silenciosa por las cortinas y lo arrancaba de la noche, veía despertarse a la maceta, de guardia sobre la mesilla entre la botella de jarabe y el jefe apache erguido en su caballo.
Cada anochecer, cuando la misma luz naranja salía de la habitación rumbo al mundo de los sueños, revisaba la tierra húmeda en busca de algún brote que rompiera la negrura.
Un amanecer vio asomar el primer filamento. Se reconoció en él, endeble pero erguido. En pocos días se tiñó de rojo sangre y se abrió en unas hojas minúsculas que se fueron desplegando lentamente al aire cargado de la habitación. En su cara se intuía una sonrisa tímida, una breve esperanza.
Los brotes se hicieron bosque, luego selva: Amazonas, Orinoco, Pernambuco. El niño esperaba cada mañana la llegada del abuelo, cargado de historias. Karl May, Stevenson y Jack London lo visitaban en la habitación mal ventilada. Flechas negras y jinetes del Arkansas, princesas indias y minas de diamantes: la selva se poblaba de ararás y osos hormigueros, de anacondas y nubes de tormenta. Las medicinas sabían a curare y a canela, a té verde y a guanábana.
Por la noche se oía el rugido del puma, las ramas quebradas por el paso lento de una manada de elefantes y el continuo masticar de las hormigas rojas. Él se encogía bajo las mantas, tiritando más de fiebre que de miedo. Crecían los robles y menguaba el niño.
Después del desayuno llegaba el practicante con su maletín negro. Los salvajes bailaban en torno a la hoguera azul del alcohol, afilando sus lanzas. El niño se ocultaba tras el tronco de un árbol, protegido con el yelmo de Mambrino, desaparecido bajo la capa invisible.
Poco a poco se iba adentrando en la espesura, machete en mano para abrir nuevos caminos. Vadeaba los ríos más profundos, subía cordilleras y, en un día de más fiebre, llegó a entrar en la Ciudad de Oro y sentarse en el Trono del Quetzal. Entre los árboles, cargados de bromelias y lianas, recuperaba las fuerzas que perdía bajo las mantas.
Cada día pasaba más tiempo explorando la selva. Ya casi no salía ni para escuchar las historias que surgían de los libros del abuelo. Le bastaba con sus propias aventuras.
Llegó un momento en que solo en sueños volvía a su cuarto de enfermo, extenuado por sus largas marchas a través de los bosques inundados, luchando con jaguares y capibaras y derrotado por la fiebre y los temblores.
Un día, al final del verano, no tuvo fuerzas para volver. Lo enterraron bajo el más alto de los robles, una tarde de lágrimas y tormenta, rodeado de libros y de flores.
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