jueves, 8 de diciembre de 2022

A la mañana siguiente.

La califican de película de suspense, pero yo diría que es de amor.

Despertar, mirar hacia el otro lado de la cama y no reconocer el rostro de quien está a tu lado es una auténtica pesadilla. Pero es justo en ese instante en el que comienza la pesadilla del personaje de Alejandra. Algunos intérpretes logran que su presencia en el reparto me haga ver la película y acercarme a ella con entrega y ese ha sido el caso de “A la mañana siguiente”, de Sidney Lumet y con una sublime Jane Fonda acompañada de Jeff Bridges, más adorable, si puede ser.

Me gusta ver películas de los años anteriores a los teléfonos móviles, las pantallas planas y la web. No es que sienta añoranza, es que me ayudan a recordar sensaciones, sabores y emociones que han quedado vinculadas a aquéllos años. Era otra forma de vivir. Una escena sencilla de la película me trajo a la memoria la tarde-noche madrileña de mediados los años ochenta en que fui a cenar a la casa de Ana Ayala tras aceptar su reiterada invitación, que yo siempre declinaba porque no sentía que entre ella y yo hubiera cosas en común como para acercarme a su vida. Fue en esa casa donde supe que alguna gente compraba libros al peso para llenar estanterías. O, incluso, libros por metros lineales, acorde a las medidas de las baldas a cubrir y colores de lomos al gusto. Me lo desveló el marido, Juan. Para mi sorpresa, él estaba en la casa y el hijo de ambos se había quedado a dormir en la de los abuelos. La amabilidad de los anfitriones competía con la espléndida cena que Ana preparó y todo dentro de un ambiente delicado y confortable. Es magnífico como la memoria almacena y recupera recuerdos. De ese recordar el detalle de los libros al peso, recordé la propuesta velada de Ana y Juan para que fuésemos una pareja de tres.

Creo que en los años en que se visionó la película en España no era muy habitual hablar de parejas abiertas en donde cabían más de dos; en cambio, muchas mujeres habían perdido el miedo social a vivir su sexualidad por simple amor al sexo y no por sólo amor.

Pasa desapercibida la diferencia de once años de edad entre Fonda y Bridges cuando lo habitual es que sea ella la más jóven, no hay la menor pista de este detalle en la película. Y es un placer ver cómo para los personajes tampoco supone ningún abismo entre ambos.

Los desafortunados personajes de Fonda y Bridges se entrelazan con los aparentemente triunfadores que están metidos en sus miserias movedizas llenas de pornografía, mentiras, traiciones y asesinatos, eso sí, con mucho glamour y distinción. Igual que siempre, sigo prefiriendo el rico mundo de los no-triunfadores.

Lo mejor queda para el final. Un extraordinario final que más que un terminal es un inicio.

El viejo truco del uno, dos, tres... y, ¡chas! Desapareces. Pero no, no ha dado resultado. Afortunadamente la película era una historia de amor, si no, vean el rostro de Jane.

Y no puede extrañar el final; en definitiva, Bridges dedicaba su tiempo a reparar lo dañado, pero de valor.

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