domingo, 31 de enero de 2021

TIEMPO DE AGUA (accésit en el Premio El Drag)

     


     Viven sus vidas como si fueran reales, como si no fueran a acabarse, solía decir el amo Emiliano antes de que nuestra vida cambiara. Ahora que todo ha terminado, no sé por qué, me da por pensar en él y siempre me viene a la memoria esta frase, aparentemente sin sentido, que le gustaba repetir cuando las cosas se ponían demasiado ásperas.

     Aquella tarde de domingo, la última vez que la pronunció, nada parecía presagiar lo que después sucedería. Estaba casi todo el pueblo en la alameda, dejando pasar el final de la tarde hasta que llegara la hora de la cena, disfrutando del fresco que se arrastraba río abajo. Había familias enteras sentadas en los bancos o merendando en la hierba de la orilla; grupos de chiquillos vigilados de reojo por sus madres; parejas incipientes que se miraban a los ojos, ajenas al mundo, y otras más veteranas que se perdían entre las retamas al final del paseo, donde no alcanzaban las miradas de los padres. Un mendigo tocaba con un acordeón destartalado boleros que algún anciano tarareaba desde lejos.

     Todo era paz, o lo parecía. Las ranas ensayaban su concierto nocturno para mil voces; el contrapunto lo daba el crotoreo de la pareja de cigüeñas que, como todos los años, había anidado en el campanario de la iglesia.

     El amo se ponía siempre en el mismo sitio, bajo el álamo negro, sobre el talud, de espaldas al río. Se sentaba en una silla de enea, pintada de azul, que yo le traía desde la casa. Poco a poco iba llegando el resto de la tertulia, cada uno con su silla a cuestas. La línea, al principio simplemente imaginaria, se iba completando hasta parecer trazada con una regla. Cada uno en su sitio; si faltaba alguien a la cita semanal, su hueco quedaba vacío. No hablaban mucho, ni muy alto; eran más de frases cortas, de sentencias inapelables: la cosecha, el viento, el calor o el frío, las vidas de los otros, el pasado y —solo muy de tarde en tarde— el futuro. El amo en medio, por algo era el más viejo; a un lado, don Pedro el de la ferretería; al otro, Juanito el kiosquero, y así hasta seis. Todos fumaban, menos don José, que tosía con frecuencia y de vez en cuando escupía en su pañuelo.

     Eran las siete menos cinco de la tarde cuando, sin ninguna señal previa que lo advirtiera, el nivel del río comenzó a subir, lenta pero perceptiblemente. Justo en aquel momento se paró el reloj del ayuntamiento, como después nos pudo confirmar el monaguillo. Los primeros en levantarse fueron los grupos que merendaban en el prado de la ribera, que quedó cubierto por el agua en menos de media hora. Ordenadamente recogieron botellas, fiambreras y manteles y guardaron todo en cestas de mimbre antes de marcharse sin prisas. Alguien debió de avisar a la casa cuartel, porque a los pocos minutos llegó el sargento, con tres guardias, y dio una orden inútil: había que despejar la orilla. Todos observaban el río, subidos al talud, pero nadie se acercaba demasiado al grupo del amo, que seguía impasible, de espaldas al agua, rodeado por sus cinco compañeros de tertulia.

     El amo oía crecer el rumor de la corriente a la vez que los comentarios excitados de sus vecinos; fue entonces cuando repitió lo de que hay gentes que viven sus vidas como si fueran reales, como si no fueran a acabarse de inmediato. Creo que ni él mismo comprendió el sentido que luego adquiriría aquella frase. Con el tiempo, las versiones fueron variando y hubo incluso quien defendió que las palabras premonitorias habían salido de la boca de Juanito. Inútil discusión, lo importante no era quién dijo aquello, sino por qué. Y es que el amo Emiliano vivía siempre un poco por delante, como si pudiera ver algunos aspectos del futuro, o más bien mezclara fragmentos del antes y el después, mientras dejaba un tanto difuminado el ahora.

     Allí, sentado junto al río, su pensamiento no estaba en la subida del nivel del agua, ya a menos de un metro del talud, sino en lo que vendría después, en lo que nadie quería imaginar aún. Pensaba en los niños que no nacerían nunca, las cosechas que nadie llegaría a sembrar, las risas que se iban para siempre, las tumbas cubiertas por el agua. Para cualquiera que lo mirara no era más que un viejo testarudo, dispuesto a perderse el espectáculo del año por no levantarse de la silla. Con un cigarrillo apagado entre los labios y la mirada perdida en la torre de la iglesia. Con sombrero, por supuesto, y bastón. De espaldas al mundo.

     Aún era de día cuando el agua irrumpió en la alameda, lenta, mansa, imparable. Las huertas del molino, sin duda sumergidas, aportaban cañizos y matojos al caudal marrón, que en pocos minutos dejó al talud aislado, isla estrecha y rectilínea en mitad de un río que se movía tan despacio que más parecía un lago. Casi trescientas personas, ahora de pronto preocupadas, trataban de decidir si quedarse allí y esperar a que bajara el agua, o atreverse a vadear lo que siempre había estado en seco, hacia las casas que parecían cada vez más lejanas. Los guardias civiles, agrupados en torno al sargento, parecían ovejas temerosas del lobo. Miraban, vacilantes, ora al río, ora al pueblo. Hasta que el amo Emiliano se levantó, me entregó su silla y me dijo:

     —Vámonos para casa, se está haciendo tarde.

     Puede que ya nadie se acordase de la maldición del viajero, cuando días antes los nietos del amo lo habían ahuyentado a pedradas al ir a beber en la fuente de la iglesia. Que nunca os falte el agua, les había gritado desde lejos, entre las risas de los niños. Nadie había movido una mano para ayudarle.

     

     El amo y sus cinco compañeros fueron los primeros que hablaron de dejar el pueblo, cuando el agua inundó el barrio de abajo. No sabían a dónde, pero en algo estaban todos de acuerdo: a otro sitio más alto, hasta que todo pasara. Alguno recordó las historias de la Biblia, Noé y su arca, pero nadie sabía construir una: eran gente de secano. Antonio el indiano hablaba del barco en que cruzó el Atlántico. Nos confirmó que era imposible. Un barco de hierro, contaba a quien le quería escuchar, pero pocos le creyeron.

     El cura mandó tocar las campanas, convocó rogativas; los mozos llevaron a la patrona hasta el borde mismo de las aguas. Durante horas se sucedieron los cantos y las oraciones, a la vez que la comitiva iba retrocediendo lentamente. La visión de la imagen volviendo al pueblo, obligada a retirarse por aquella fuerza sin límites, terminó de convencer a muchos. Había que marcharse. A mí nadie me preguntó.

     Al principio de la huida todo era tumulto, empujones, malos modos. Poco a poco nos fuimos amoldando, habituados a aquella vida nómada, al peregrinaje inútil. En seguida nos dimos cuenta, sin hablarlo, de que la crecida no era como las otras. No se trataba de subir al cerro del castillo y esperar a que bajaran las aguas; intuíamos que ni siquiera la sierra sería un refugio duradero.

     La marcha se inició en una larga caravana, precedida por la imagen de la patrona llevada a hombros por varios cofrades que se turnaban, animosos, en la carga y en los rezos. La misma imagen que pocos días después quedó depositada en una iglesia cualquiera, al cuidado de un párroco que no parecía muy entusiasmado con la encomienda y que pronto abandonó su pueblo.

     De lejos, nuestra comitiva parecía una romería triste, sin cánticos ni risas. Algunos hombres y mujeres abrían la marcha a caballo, pero la mayoría caminábamos, con los ancianos y los niños subidos en los carros. Las vacas y las ovejas nos seguían a la zaga; al principio nos acompañaba una docena de perros y doña Gertrudis llevaba un canario, que sobrevivió casi un mes. Ella murió de nostalgia aguda pocas semanas más tarde.

     A lo largo del camino, los que tenían algo fueron abandonando trastos, recuerdos, alegrías. Los muertos se quedaban en el cementerio de algún pueblo cuando había suerte, en una tumba sin lápida ni nombre; si no, enterrados al borde del camino bajo un montón de piedras. En lo alto, un palo hincado señalando al cielo.

     

     En nuestro pueblo, como en otros, muchos se quedaron en sus casas, atrincherados en los pisos altos, suponiendo que la crecida no sería eterna ni infinita. Cuando se convencieron de su error y el agua comenzó a cubrir los tejados, ya no se podía salir; uno a uno se fueron ahogando. El último fue el monaguillo, refugiado en la torre de la iglesia. Suyo fue el privilegio de ver desaparecer el caserío, perdido en el centro de un lago inacabable, y de escuchar como el reloj del ayuntamiento, ya a medias cubierto por el agua, se ponía de nuevo en marcha y dejaba sonar por fin las siete campanadas, con varios días de retraso.

     Casi un mes después de iniciar la marcha se nos unió un grupo algo menor que el nuestro, procedente de algún lugar al otro lado de la sierra. Cuando los vimos, a la entrada del robledal en el que pensábamos hacer noche, todos tomamos una actitud defensiva: los hombres delante, con los garrotes a mano, ceño fruncido, mirada adusta; las mujeres en segundo plano, cuidando a los niños y a los animales. Compartíamos el miedo y la desconfianza. Las negociaciones fueron largas, casi toda la noche discutiendo hasta el mínimo detalle: el orden de marcha, el reparto de alimentos y de tareas, la composición del consejo, todo. Detalles ya hace tiempo olvidados, por suerte. En menos de una semana ya no había nosotros y ellos, nuestro y suyo. Los niños hicieron mucho en esta tarea de sutura, casi de bordado. Y el amor, que seguía surgiendo con una fuerza desesperada, como si no pasara nada, como si todos necesitáramos crear nuevos vínculos, amarras que impidieran nuestra deriva.

     Amor sin fruto. Porque desde que las aguas empezaron a subir no hay embarazos. Los que estaban en marcha se frustraron, poco a poco se han ido malogrando, uno hoy, otro mañana. Las futuras vidas se escurrían entre las piernas, sin dolor, sin llantos. Nunca seremos más, siempre menos. Ni los pájaros crían ya en sus nidos.

     El agua nos forzó a evitar los valles y a buscar los senderos de montaña. Hubo que dejar los carros, que comerse algunas vacas que ya no podían seguir avanzando. Nuestros equipajes se reducían con el tiempo, como el mundo que pisábamos. La marcha borraba convenciones, clases y jerarquías, pero no todas: el amo Emiliano seguía dándome órdenes, exigiéndome que le acercara la bota de vino, que le lavara la ropa.

     El dinero solo servía para encender el fuego. Tierras, casas, ganados y otras riquezas habían quedado atrás. Lo que teníamos era de todos, las reglas se acordaban por las noches, en largas discusiones en torno a la hoguera.

     En el Alto de los Lobos, varias docenas de iluminados rezaban en vigilia permanente, hacían ofrendas a la Virgen del Carmen, a Poseidón, a Iansá y a otros dioses para mí desconocidos. Imploraban la retirada de las aguas. Varios de los nuestros se les unieron, pensando que solo una fuerza sobrenatural podía hacer retroceder a la inundación. El resto de la comitiva pasó de largo, indiferente. Sabíamos que nada podría detener la subida.

     Algunos abandonaron el grupo, hartos de aquel movimiento casi perpetuo, y se fueron desviando por nuevas veredas, hacia Villanueva o hacia el otro lado de la frontera. Como si las aduanas pudieran detener las aguas. A otros, como los Quiroga, incapaces de respetar las normas, hubo que expulsarlos y dejar que se buscaran la vida o la muerte por su cuenta. Pero la mayoría de las bajas se debió al desánimo. Un día dejaban de caminar, casi sin palabras; a lo sumo se despedían parcamente y se sentaban a esperar a la sombra de un árbol o junto a una ermita abandonada, mirando hacia el valle por el que llegaría el agua liberadora.

     Nadie se extrañó, por eso, de la desaparición de mi amo, todos pensaron que se quedaría a esperar las aguas, con su silla azul de enea, su sombrero y su bastón. Nadie lloró su falta, no tenía amigos. Solo yo sabía dónde quedó su cuerpo, liquidadas de un solo tajo todas sus deudas. Al fin fui libre, aunque fuera para seguir escapando como todos.

     En un valle estrecho, casi un desfiladero, varios cientos de personas se afanaban en construir un muro, un dique que frenara la crecida de las aguas. Como niños en la playa, pretendían detener el avance de la marea. Muchos de nuestro grupo decidieron quedarse a luchar contra lo imposible.

     Muy de tarde en tarde se nos sumaba una persona aislada, o una familia; nadie preguntaba por qué caminaban solos. Esperábamos noticias, pero eran viejas: en todas partes pasaba lo mismo, las aguas subían, no había más que hablar. Seguir andando, descansar, resistir un día más.

     Poca gente encontrábamos en los pueblos, la mayoría ya abandonados. Solo algún anciano sin demasiadas ganas de seguir viviendo, que a veces nos recibía a tiros; tenía más miedo que nosotros. Gran parte de las casas estaban incendiadas, como si sus habitantes no quisieran dejar ni su recuerdo. Si no habían recogido las cosechas o talado los frutales, arramblábamos con lo poco que quedaba: algo de cereal, fruta. Hortalizas había pocas, los jabalíes nos ganaban casi siempre la partida.

     De vez en cuando, en lo alto de un collado o a la vuelta de un recodo del camino, encontrábamos altares, ofrenda de ritos casi olvidados. La Estantigua, la Santa Muerte. Flores marchitas, telas rojas, velas consumidas, plumas quemadas. Intentos inútiles de impedir lo inevitable.

     El invierno nos precedía en nuestro avance, en realidad un retroceso. Siempre hacia el norte, siempre hacia arriba, cada día las temperaturas eran más bajas, el frío más intenso. En seguida llegaron las heladas, luego la nieve pintó el mundo en blanco y negro. De día marchábamos envueltos en mantas; a la noche, apretujados junto a la hoguera, tiritábamos hasta el momento de acostarnos. De vez en cuando alguien contaba una historia, o iniciaba un canto. Muchas veces se acostaba el público antes de terminar el cuento.

     Las familias menguaban. Unas veces por goteo: aquí una anciana agotada, sin fuerzas para seguir subiendo; allá un niño caído en el fondo de un barranco. Otras desaparecían de un golpe; cuando amanecía ya no estaban en su tienda. Dejaban mantas, comida, todo. No querían seguir viviendo. Yo, en cambio, cada amanecer metía mis pocas cosas en la mochila y ayudaba a desmontar el campamento. Cuando estábamos todos listos, echaba a andar con mis botas remendadas, los pies protegidos por harapos, hacia arriba, siempre adelante.

     Con la llegada de la primavera se fueron las nieves, sustituidas por millones de flores. Los pájaros lanzaban sus ritos de cortejo. ¿Qué habrá pasado con los que anidaban en la llanura? Desaparecidos sus nidos, ¿habrán volado hacia las cumbres? Tengo la misma duda con ratones, culebras, comadrejas. Espero que se hayan ahogado, como tantas otras alimañas que surgieron del subsuelo y que preferiría no haber visto nunca.

     Todos sabíamos que nuestro camino no tenía salida, pero de eso nunca se hablaba. Podíamos seguir subiendo, cercados por el agua, que avanzaba cada vez más despacio, aunque nunca se detenía. Algún día llegaríamos a lo más alto, a un punto real, no imaginario, desde el que todas las rutas se dirigiesen hacia abajo. Cuando estemos allí solo nos quedará esperar, no sabremos si mucho o poco tiempo. Hasta que el agua nos moje los pies, las rodillas, la cintura. Hasta que nos cubra por completo. Será el final para nosotros, nunca sabremos si el agua seguirá subiendo.

     

     

     En este valle de montaña no parece vivir nadie, aunque seguimos los pasos de otros grupos: huellas de hogueras, la carcasa de una oveja. Por si acaso, mantenemos las precauciones: Ana marcha en cabeza, casi un kilómetro por delante del resto. Pronto me tocará a mí relevarla, atento a cualquier presencia extraña. Porque eso lo aprendimos muy pronto: el peligro más cercano no eran los perros asilvestrados, ni siquiera los osos de la cordillera. Lo peor son otros grupos, fugitivos como nosotros, dispuestos a matar para conservar sus provisiones, sus mantas, o para no tener que compartir los saqueos. Por no hablar de algunos campesinos, reacios a abandonar sus tierras, convencidos de que algún día el agua dejará de subir y que lo importante es defender sus campos y ganados de las columnas de forasteros que arrasamos todo.

     Somos conscientes de que nuestro éxodo no conduce a ningún sitio. Sabemos que, dentro de algunas semanas, de unos meses como máximo, alcanzaremos la cumbre, nuestra última derrota. No veremos llegar el nuevo invierno.

     

     De las más de doscientas personas que hace ya varios meses salimos del pueblo, solo quedamos doce. Hemos decidido descansar un tiempo, le llevamos bastante ventaja al agua y en estas pendientes también a ella parece que le cuesta seguir subiendo. Vamos a detenernos todo lo que podamos, quizás un mes, junto a un huerto abandonado, parcialmente cubierto de matojos; un cerezo y dos albaricoqueros mezclan sus frutos. El sendero que conduce a los muros calcinados de una casa se tiñe de negro con las moras que caen desde los árboles. En una explanada, que en su día fue una era, montamos las tiendas. Recogimos la basura y la quemamos detrás de la casa, limpiamos la maleza del huerto: sobreviven unas tomateras, con unos frutos enanos, dulces.

     Hacia el este y el oeste se divisan algunos picos, que aún sobresalen del nivel del mar infinito. Ni una nube ensucia el cielo. El agua brota de sí misma, ríos, lagos, mares y océanos se han confabulado para cubrir la tierra, para lavar de una vez tanta barbarie, como un inmenso borrón que cubra toda la página y obligue a comenzar en una nueva.

     Casi todos los días pasa gente camino de las cumbres, pero nadie se desvía hacia el campamento. El sendero que lleva a él es cuesta abajo y ningún caminante está dispuesto a perder altura. Nosotros charlamos tranquilos, cuidamos el huerto, regamos. La casa está lejos del camino, junto a una fuente. No parece un mal sitio para vivir.

     Sumergidos en este oasis, nos queda mucho tiempo para pensar. Recuerdo de nuevo la frase del amo Emiliano. Viven sus vidas como si fueran reales, como si no fueran a acabarse. ¿Por qué no? Si conseguimos no pensar en el continuo ascenso del agua, quizás podamos vivir, al menos el tiempo que nos quede, una vida real. Una nueva etapa, en la que seremos distintos, quizás mejores. Un tiempo extra, de regalo. No lo hablamos, pero noto que este pensamiento se extiende por el grupo.

     Un día, Sergio y Ana nos anunciaron que esperaban un hijo. Le pondrían de nombre Eugenia, la bien parida, o Eugenio si era un niño. Para celebrarlo, dejamos el ganado libre, aunque vacas y ovejas no parecen muy deseosas de marcharse; cada noche regresan a dormir junto a la casa. Una mañana de cielo azul intenso sembramos las primeras patatas.

Al día siguiente, las aguas comenzaron a bajar.

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