miércoles, 29 de enero de 2025

De Puerto Montt a Chaitén

       Puerto Montt es una ciudad de un cuarto de millón de habitantes, la más grande del sur de Chile, y constituye el principal nudo de comunicaciones de la Patagonia norte, una estrecha franja de tierra a lo largo de los mil doscientos kilómetros de la Carretera Austral. Fundada a mediados del siglo XIX, sus primeros habitantes, como en gran parte de la Patagonia norte, fueron colonos alemanes.

   Quizás el hecho más importante ocurrido en su corta historia haya sido la llamada Masacre de Puerto Montt, cantada por Víctor Jara:

Muy bien, voy a preguntar

por ti, por ti, por aquel

por ti que quedaste solo

y el que murió sin saber

Murió sin saber por qué

le acribillaban el pecho

luchando por el derecho

de un suelo para vivir.

   Al amanecer del 9 de marzo de 1969, doscientos cincuenta carabineros irrumpieron en unos terrenos ocupados por noventa familias sin hogar, matando a tiros a once personas. Esta masacre, seguida de fuertes protestas por todo el país, fue una de las causas de la pérdida de popularidad del presidente Frei y de la victoria electoral, al año siguiente, de Salvador Allende y la Unidad Popular.

   En el aeropuerto de Puerto Montt recogimos el coche que habíamos alquilado y que nos acompañaría durante dos semanas y casi dos mil kilómetros. La ciudad nos recibió con un enorme atasco, una lluvia suave y un cielo encapotado que le daban cierto aire de tristeza. Recordamos entonces lo que nos habían contado nuestros entrevistadores de Santiago: los chilenos jóvenes la conocen como “Muerto Montt”, dada la falta de diversiones que presenta.

   Recorrimos varias veces el centro de la ciudad, siempre bajo la lluvia, buscando un cuchillo para preparar nuestros habituales bocadillos de mediodía y un lugar agradable donde cenar. No encontramos ninguna de las dos cosas y acabamos metidos en un local mezcla de cafetería sesentera y pub inglés, el Sherlock. La cena, por desgracia, estuvo acorde con la fealdad del establecimiento. Nos fuimos a la cama contagiados por la melancolía de una ciudad de provincias, fría, triste y lluviosa y con el temor de habernos equivocado de destino. ¿Dónde estaban las bellezas naturales de Patagonia?

   El día siguiente amaneció despejada, con la bahía de Reloncaví, a la que se asoma Puerto Montt, como un plato. Del buffet del hotel nos llevamos el cuchillo que no habíamos logrado comprar la víspera y emprendimos camino por la Carretera Austral. Nuestro objetivo para ese día era visitar el Parque Nacional del Alerce Andino y llegar a Hornopirén, a solo cien kilómetros de distancia. No parecía difícil.

   Nuestro primer destino era el lago Chapo, a cuarenta kilómetros de Puerto Montt. El problema lo tuvimos con el navegador, Google Maps, que como en tantas otras ocasiones nos condujo por lo que su algoritmo consideraba un atajo. Las rutas que ese día nos iba marcando para acercarnos al lago se iban haciendo cada vez más estrechas e impracticables, obligándonos a dar la vuelta en varias ocasiones. Al final llegamos a una barrera, marcada claramente como “Prohibido el paso a todo vehículo no autorizado”, que cerraba el acceso a un centro vacacional de la Policía de Investigaciones. Sin hacer caso del letrero, levantamos la barrera y entramos con el coche por una pista muy estrecha pero en buen estado hasta encontrarnos de frente con un autobús. La vuelta marcha atrás hasta la barrera, con el morro del autobús pegado a nuestro guardabarros, se nos hizo interminable. Por suerte, el conductor del autobús nos “autorizó” a seguir por el sendero hasta el lago. Allí un policía, un tanto extrañado de nuestra llegada, nos permitió pasear unos minutos por la orilla, pero llovía con bastante intensidad y nos volvimos al coche.

   Desde allí seguimos hasta el sector Correntoso, donde por fin encontramos un sendero bien señalizado y muy bien acondicionado que nos permitió llegar hasta el mirador Huillifotem en un recorrido circular corto, de solo dos kilómetros, pero bastante empinado. Seguía lloviendo, aunque no muy intensamente. El camino atravesaba un bosque secundario muy frondoso, que invitaba a andar lentamente, pero en el que no quedaba ni un solo ejemplar del famoso alerce andino, símbolo y objetivo de aquel Parque Nacional. Este alerce, Fitzroya cupressoides, no tiene ninguna relación con el alerce europeo Lariz decidua, sino que está más emparentado con nuestro ciprés. Son árboles de crecimiento lento que pueden alcanzar los cuatro mil años de edad y más de cincuenta metros de altura. Se cree que uno de estos alerces, el conocido como el «Gran Abuelo» en el Parque Nacional Alerce Costero, puede tener cinco mil quinientos años. De hecho, los alerces se han usado para recalibrar la escala de medición del carbono 14.

   Aunque no llegamos a ver (o no reconocimos) ningún alerce andino, el bosque secundario nos permitió imaginarnos lo difíciles que debieron ser las primeras expediciones terrestres por aquella zona, ya que era tan tupido que hacía prácticamente imposible abandonar el sendero. La humedad cubría los troncos de setas, musgos y líquenes de un tamaño para mí desconocido.

   El mirador Huillifotem, ubicado más o menos a la mitad de la ruta, se abría sobre un valle amplio con granjas y prados, que luego nos enteramos de que había sido abierto por los colonos quemando el bosque primitivo.

   Regresamos al coche ya bastante mojados, pero como nos habían advertido de que el clima de Patagonia era muy lluvioso, pensamos que tendríamos que habituarnos a la lluvia y decidimos acercarnos hasta otro sector del parque nacional y caminar hasta la laguna Sargazo. Pasamos el control de acceso al parque, donde el guardia nos confirmó que llovía bastante pero que el sendero estaba en buen estado, aunque nos recomendó tener cuidado porque las tablas que cubrían las zonas más húmedas podían estar resbaladizas.

   Este sendero, de unos cinco kilómetros, se adentraba en zonas del bosque mucho más frondosas que las anteriores y terminaba a orillas de ,la laguna Sargazo, donde las vistas y el aislamiento nos reconciliaron con la Patagonia.

   Ni una casa, ni un camino, ningún signo de presencia humana mancillaba la laguna. El cielo cubierto, que ocultaba las cimas de las montañas, contribuía a darle un aire mágico. Cualquier cosa podía ocultarse en aquellas laderas impenetrables.

   Bajo un tejadillo de tablas al borde del agua nos preparamos unos bocadillos de pan amasado con queso y salchichón, la que sería nuestra dieta habitual de mediodía en gran parte del viaje, y después de descansar un rato iniciamos la vuelta.

   No cesó de llover en todo el camino; cuando, tres horas después, llegamos al coche, el agua había calado nuestros impermeables y todas las capas de ropa que llevábamos puestas, llegando a mojar el dinero y los pasaportes, que no nos habíamos atrevido a dejar en el coche y que tuvimos que poner a secar sobre el salpicadero. En el mismo aparcamiento nos cambiamos de ropa para no congelarnos.

   Mientras nos vestíamos, vimos a un zorro culpeo (Lycalopex culpaeus) que nos observaba con tanta curiosidad como nosotros a él. No estaba domesticado, pero se le notaba habituado a la presencia humana. Me imagino que los guardias forestales lo alimentarían de vez en cuando.

   De camino hacia Hornopirén nos encontramos uno de los varios fiordos que interrumpen la Carretera Austral. Cruzamos en un pequeño transbordador y, una hora después, llegamos a nuestro hostal Entre Montañas. Allí, una calefacción bien potente nos ayudó a secar la ropa, el dinero y los documentos y a reconciliarnos un poco con la vida.

   Ya secos, al menos por dentro, caminamos bajo la lluvia hasta un restaurante del que habíamos leído una muy buena reseña hecha por otro gaditano. Piedra Lobo se llamaba el sitio, en recuerdo de una roca del fiordo cercano donde solían tomar el sol los lobos marinos.

     El restaurante estaba repleto de guiris como nosotros, pero una ración de navajuelas encebolladas, una fuente de papas fritas, un par de copas de buen tinto y el primer pisco sour del viaje nos levantaron los ánimos. Este cóctel, a base de pisco (aguardiente de uva), clara de huevo bien batida y zumo de limón, parece ser que procede de una bebida habitual en el siglo XVIII entre los colonizadores españoles de Perú. Otras versiones incluyen maracuyá, calafate (una especie de arándanos) o nalpa (otra planta silvestre de la zona), pero a mí me gusta el tradicional. Me pareció delicioso, pero la mala calidad del aguardiente me provocó al día siguiente un fuerte dolor de cabeza. No por eso dejé de probarlo en otras ocasiones, siempre con el mismo resultado.

   La mañana nos recibió con un sol espléndido, que nos permitió ver desde nuestra ventana el volcán Hornopirén, situado a solo diez kilómetros del pueblo. Esa cercanía me permitió comprender la conveniencia de las señales de evacuación, que se pueden encontrar en muchos lugares de Patagonia.

   En el hostal desayunamos una paila (sartén) de huevos fritos mientras charlábamos con un grupo de españoles que pretendían, como nosotros, embarcar poco después en el ferry que, en ese tramo, reemplaza a la inexistente Carretera Austral. Nosotros habíamos reservado los pasajes antes de salir de Cadiz, pero ellos confiaban en poder adquirirlos a bordo. Al llegar al embarcadero, la larga cola de vehículos que esperaban para embarcar les hizo sospechar que quizás no quedaran plazas, pero aun así confiaban en poder embarcar gracias a las cancelaciones. Ni que decir tiene que se quedaron en tierra, aunque días después nos lo volvimos a encontrar y nos contaron que habían conseguido pasajes para el siguiente barco.

   El recorrido en ferry (dos, en realidad, ya que una pequeña lengua de tierra obliga a cambiar de ferry a mitad del recorrido), resultó uno de los puntos fuertes del viaje, a lo que ayudó un día bastante soleado.

   En las más de cinco horas que dura el trayecto desde Hornopirén hasta Caleta Gonzalo pude comprobar lo amantes de la conversación que son los chilenos; desde un par de mariscadores de Chauchil, que me explicaron las diferencias entre las granjas de salmón y las de choros (mejillones) y cómo se prepara una paila mar y tierra (un guiso de choros, almejas, carne de cordero, ajo, cilantro y vino o cerveza), hasta un tal Víctor Urrutia, que después de trabajar diez años en el sector financiero de Bruselas había decidido vivir más libremente y ejercer como guía turístico. Ahora se dirigía hacia el sur, donde esperaba que sus cuatro idiomas le permitieran encontrar trabajo fácilmente. Algún día le gustaría viajar España para buscar sus orígenes, que él supone en la aldea vizcaína de Urrutia, no muy lejos de Lekeitio.

   Todos los chilenos con los que he hablado durante el viaje adoran la Patagonia, lo que no me extraña viendo el paisaje que iba pasando por el costado de nuestro ferry.

   La navegación transcurría por varios fiordos, rodeados a babor por una sierra muy empinada, con las cumbres cubiertas de nieve, que marcaba la cercana frontera con Argentina. Durante los primeros veinte o treinta kilómetros una pista de ripio permitía el acceso por tierra a una serie de viviendas aisladas y alguna piscifactoría; a partir de ahí, la comunicación con las granjas que de divisaban solo podía hacerse por mar, a lo largo del fiordo. Lo escarpado de las laderas y lo espeso del bosque impedían llegar hasta allí ni siquiera andando.


   Pasamos frente a Huinay, una aldeíta mínima en la que se ubica la única escuela en muchos kilómetros a la redonda y que se ha convertido en un ejemplo del llamado efecto Tompkins. Cuando diversas fundaciones, en este caso la de Endesa, comenzaron a comprar enormes extensiones de tierra para crear parques nacionales, siguieron una política en mi opinión errónea respecto a los habitantes de las zonas cercanas. En lugar de procurar integrarlos en los beneficios que se esperaban de los parques, decidieron tratar de expulsarlos para que el parque se conservara en estado puro. Como resultado, de los treinta y siete niños que acudían a esa escuelita hoy en día solo están matriculados once. Se repite la historia de la expulsión de los indígenas hace un par de siglos antes, pero cambiando ahora de motivos y protagonistas.

   Al desembarcar en Caleta Gonzalo nos encontramos uno de los tramos más duros de la Carretera Austral, veinticinco kilómetros de ripio en bastante mal estado. Según nos contó luego Klaus, nuestro anfitrión en Chaitén, la carretera la habían abierto “a pura dinamita”. Este tramo discurre a través del Parque Nacional Pumalín – Douglas Tompkins, cuya historia va muy ligada al empresario y filántropo estadounidense Douglas Tompkins, conocido por ser el cofundador de The North Face.


   El proyecto Pumalín empezó en 1991, cuando Tompkins adquirió la finca Reñihué, de 17.000 hectáreas, para proteger su bosque templado nativo y virgen, el cual se encontraba amenazado por la tala de árboles. El proyecto siguió creciendo hasta llegar a las 293.000 hectáreas, las cuales fueron donadas al Estado de Chile para crear este parque nacional.

   El Parque Pumalín se inserta dentro de la Reserva de la Biósfera de los Bosques Templados Lluviosos de los Andes Australes, declarada por la Unesco en septiembre de 2007. Su riqueza no es solo forestal, sino que se basa también en la gran diversidad de especies animales y vegetales que viven en, bajo y sobre los árboles.

   A pocos kilómetros de Caleta Gonzalo dejamos el coche para recorrer andando una breve ruta: el Sendero de los Alerces. Como indica un rótulo en el arranque del camino, “cuando la expedición de Alonso de Camargo avistó por primera vez las costas de Chiloé en febrero de 1540, estos alerces ya eran viejos, habían nacido mil años antes”.

   A los pies del volcán Michimauida, un sendero sencillo y bien acondicionado de solo kilómetro y medio de longitud permite internarse en el bosque de alerces y contemplar algunos de los ejemplares más antiguos. Pese a las intensas lluvias de días anteriores, el camino no estaba demasiado embarrado. El alerce ha estado a punto de extinguirse por las excesivas talas, llegando a operar en estas aguas hasta doscientos barcos dedicados al transporte de su madera. Su madera, muy resistente a la pudrición y fácil de trabajar, llegó a utilizarse como moneda. Otros alerces han muerto de la manera más tonta, cuando les han arrancado su corteza para fabricar estopa y calafatear esos mismos barcos. Hoy en día el alerce está declarado monumento nacional y no se permite su tala, salvo como parte de programas de mantenimiento del bosque.

 Los alerces son unos árboles extraños, con muy pocas ramas en la parte baja y una copa alta y no demasiado frondosa. Como en otros bosques patagónicos, la gran cantidad de troncos caídos y lo cercanos que nacen unos árboles de otros hacen muy difícil caminar fuera de los senderos acondicionados.

     Después de tantas horas de viaje agradecimos la acogida tan cálida que nos dieron Klaus y Marcela, propietarios del Hostal la Minga, donde nos alojaríamos esa noche y la siguiente. El hostal estaba ubicado en una parcela de bosque, muy cerca de la playa, y los alojamientos se repartían entre edificios variopintos: una caravana, una casa central con 3 dormitorios, una cabaña prefabricada y un autobús escolar.

   Mientras preparaban la cena nos contaron su vida aventurera y cómo habían llegado a asentarse en aquel pueblo, asolado años antes por una erupción. El dos de mayo de 2008, el volcán Chaitén entró en actividad, con columnas de cenizas y gases de hasta veinte kilómetros de altura y provocando el deshielo de miles de toneladas de nieve en sus laderas y la consiguiente riada. Afortunadamente, el ejército y los carabineros lograron evacuar a tiempo a los más de cinco mil habitantes del pueblo y no se produjo ninguna víctima. La lava del volcán desvió el río que cruzaba el pueblo y las cenizas formaron una fajana que hizo avanzar medio kilómetro la línea de costa, dejando la antigua Costanera alejada del mar.

   Las casas y negocios quedaron destruidos en su casi totalidad, y muchos de los habitantes, refugiados en Chiloé o en Puerto Montt, nunca regresaron. Un paseo por el pueblo reconstruido puede dar una idea de lo que tuvo que significar la erupción. Las calles, de nuevo trazado, son muy anchas, con una amplia acera, bolsas de aparcamiento, dos carriles en cada sentido y mediana ajardinada, lo que contrasta con la escasez y la poca altura de los edificios. Cuando quisimos acercarnos desde el antiguo paseo marítimo hasta la playa, tuvimos que atravesar la nueva fajana de más de quinientos metros de ancho. Sobre una base de grava arrastrada por el río, ceniza volcánica y restos de árboles calcinados, comenzaba a brotar la nueva vegetación.

   El pequeño Museo de Sitio, que varias personas nos recomendaron visitar, consta de una sola sala que explica de manera muy didáctica el proceso de subducción de placas, el levantamiento de la cordillera de los Andes y la formación de los volcanes. En cuanto a la erupción del volcán Chaitén, los mapas y gráficos muestran cómo varió el paisaje de la zona, el desbordamiento y cambio de curso del Río Blanco y la destrucción de la mayoría de los edificios del pueblo.

   Al día siguiente, cuando empezaba a amanecer, nos despertaron unos golpecitos insistentes en el cristal de nuestra ventana. Cuando conseguí abrir los ojos descubrí al culpable, que nos volvería a despertar al día siguiente: un pajarito minúsculo que revoloteaba junto a la ventana. Luego nos enteramos de que se alimentaba de los insectos que se posaban en el cristal y que allí le llaman picatocinos, pero que no tiene nada que ver con el picatocinos español, conocido también como carbonero.

   Después de desayunar, envalentonados por las pequeñas caminatas que habíamos hecho los días anteriores y animados por nuestro anfitriones, decidimos subir a un mirador en el borde de la caldera del volcán, desde donde se contempla perfectamente el nuevo cono y las fumarolas que siguen emanando del mismo.


   En el aparcamiento al pie del sendero nos encontramos con una excursión de estudiantes de universidad, que nos fueron adelantando alegremente mientras nosotros luchábamos por seguir subiendo. La ruta no es muy complicada, con escalones excavados en la tierra y reforzados con tablones, y transcurre a la sombra del nuevo bosque crecido después de la erupción. Sin embargo, al cabo de más de dos horas, en vista de que el camino se hacía cada vez más empinado y los escalones más altos, y de que nuestras fuerzas iban menguando, decidimos dar la vuelta e iniciar el descenso. Las tres horas que, según los paneles del aparcamiento, se tarda en el recorrido completo de ida y vuelta, me parecen demasiado optimistas y nosotros, como nos recordó mi cuñada, no estamos para muchos ochomiles.

   Pese a no haber podido llegar al mirador, sí que vimos el cono central y el valle del Río Blanco por algún claro entre los árboles. El esfuerzo merecía la pena. El contraste entre los viejos troncos quemados y el riquísimo sotobosque nos alegraba la vista, a la vez que nos impresionaba la riqueza de líquenes, musgos, hongos y otras plantas epífitas, las cuales conformaban un minibosque sobre los troncos vivos o muertos de los árboles mayores.


   A la vuelta del volcán visitamos un par de playas de la zona pero no conseguimos avistar ningún delfín, que en teoría se acercan al atardecer para alimentarse. Sí que vimos en todo su esplendor el Corcovado, un picacho cubierto de nieve ubicado a treinta kilómetros de Chaitén, que es un icono de la Patagonia norte.


   Ya de regreso en el hostal La Minga y mientras saboreaba una copa de Chardonnay a una temperatura perfecta, contemplé un cielo empedrado que esperé no nos estropeara la excursión al ventisquero colgante prevista para el día siguiente. Klaus y Marcela me contaron que se habían refugiado en Chaitén —no quise preguntarles de qué huían— en 2019 e inaugurado el hostal un mes antes de la pandemia. Con mucho esfuerzo aguantaron los dos primeros años y ahora, por fin, las cosas comienzan a irles bien a base de trabajo duro y entusiasmo. Hablamos luego del distinto significado que el nombre de su hostal tiene en España y en Hispanoamérica, y me confirmaron que para ellos se refería al trabajo voluntario en pro de una comunidad o de alguno de sus miembros.

   Se nos unió entonces a cenar un tejano, también alojado en el hostal, que nos informó de la caída del régimen sirio y de la huida de El Assad a Moscú. Compartimos la incertidumbre sobre el futuro de un país castigado por tantos años de dictadura y de guerra, probable objetivo de nuevos ataques israelíes.

Al día siguiente reanudamos nuestro recorrido por la carretera austral, pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.

sábado, 25 de enero de 2025

Santiago: no pisaré tus calles nuevamente

    Estas notas corresponden a un viaje a la Patagonia chilena realizado en diciembre de 2024 junto con María, mi mujer, autora de muchas de las fotos utilizadas y a la que le dedico este texto.

   Llevábamos años con ganas de visitar Patagonia, especialmente después de leer algún libro de viajes por la zona, como el de Bruce Chatwin, o los cuadernos del viaje de Darwin a bordo del Beagle. Pensábamos en lugares como Ushuaia, El Calafate o el glaciar Perito Moreno, todos ellos ubicados en Argentina, pero desconocíamos la existencia de la Patagonia chilena o el hecho de que el canal de Magallanes discurriera íntegramente por Chile.   


Solo cuando nos pusimos a preparar el viaje y consultamos a varios amigos que habían visitado la zona, nos hablaron de esta otra Patagonia, mucho más salvaje y bonita, según ellos, que la argentina. Así fue como, a primeros de diciembre, a punto de comenzar el verano austral, aterrizamos en Santiago, la única ciudad chilena con vuelos directos desde España. Mis recuerdos se iban sin querer evitarlo hacia el golpe de estado de Pinochet y sus terribles consecuencias, con la banda sonora de Pablo Milanés en Pisaré tus calles nuevamente .Yo no lo haré, si puedo evitarlo. 

   Me imaginaba, quizás por semejanza con otras capitales iberoamericanas, un centro histórico que conservara los viejos edificios coloniales, repleto de buenos restaurantes, hoteles con encanto y tiendas de artesanía mapuche. El choque con lo que de verdad me encontré allí, sumado al desfase horario y a las más de veinte horas de viaje que llevaba encima, fue demasiado fuerte.

   Santiago, especialmente su centro, no es bonito ni agradable. Los poquísimos edificios coloniales que han sobrevivido a los frecuentes terremotos y a la huida de las clases medias y altas hacia los barrios residenciales del este están muy abandonados, cubiertos de hollín y de vallas publicitarias, sumergidos entre construcciones modernas sin ninguna personalidad y ocupados por bancos o por locales comerciales de poca categoría: pizzerías, casas de cambio, bazares, tiendas de chucherías o de venta de tarjetas telefónicas y docenas de farmacias. Por las calles peatonales se distribuye el comercio informal, que en estas fechas de diciembre se especializaba en artículos de temporada como calendarios, dulces navideños, papel de envolver regalos y disfraces de princesa o de Papá Noel.

   Por si fuera poco, la limpieza de las calles más céntricas es muy deficiente. La basura sin recoger y el olor a pis, especialmente intenso en la Plaza de Armas, nos acompañaron durante todo el recorrido del primer día.

   Después de cambiar algo de dinero y de comprar unas tarjetas telefónicas de prepago, nos metimos en el Museo Chileno de Arte Precolombino, que me provocó otra desilusión. El museo está dedicado al arte anterior a la llegada de los españoles, pero la mayor parte de los objetos expuestos pertenecen a colecciones privadas y proceden de Ecuador, Perú y Colombia. Solo al finalizar la visita, cuando estábamos a punto de abandonar el edificio, vimos un cartel que anunciaba una exposición en el sótano: Chile antes de Chile.

   Allí sí que encontramos, por fin, objetos precolombinos procedentes de los territorios que hoy en día forman Chile, incluyendo la isla de Pascua o Rapa Nui. En los objetos expuestos se reconocían claramente cuatro franjas culturales bien diferenciadas de norte a sur: los desiertos extremos de la frontera con Perú y Bolivia, habitados solo en la franja costera por pueblos pescadores llegados del norte; la zona central, de clima templado y tierras fértiles, que formó parte del imperio inca hasta la llegada de los españoles; la Araucanía, habitada por los mapuches, que no permitieron la entrada de los incas y que defendieron muy eficazmente su independencia, primero contra los invasores españoles y después contra el estado chileno, que no logró controlar la zona hasta finales del siglo XIX, y, por último, la Patagonia Sur, en torno al estrecho de Magallanes, cuyo clima frío y ventoso no permitió el asentamiento de grandes grupos humanos ni mucho menos la acumulación de excedentes alimentarios ni la aparición de una civilización avanzada.

   La exposición no incluía muchos objetos, pero la selección era excepcional. Me impresionaron los chemamülles, las enormes esculturas funerarias de los mapuches, quizás la cultura más evolucionada de las que se encontraron los españoles al llegar allí, y me encantó la joyería en plata de la misma procedencia. Leí que los chemamülles de los héroes se colocaban mirando a oriente, hacia la cordillera, sobre cuyos volcanes vivirían eternamente sus espíritus, mientras que los de los cobardes se orientaban hacia el Pacífico, al otro lado del cual comerían para siempre papas amargas.

   


Al salir del museo nos pusimos a buscar algún sitio para comer, cosa complicada en aquel centro degradado. Acabamos en un local de comida rápida peruana, donde nos costó entender el menú: aguadillo de choros (sopa clara de arroz con mejillones), locos en salsa verde (unos extraños moluscos emparentados con nuestras lapas, llamados orejas de mar o abalones en otros países), chicharrones de pota (calamares a la romana), lomo vetado (veteado) y otros platos de nombre igualmente incomprensible que nos obligaron a pedir ayuda a la camarera, la garzona como le llaman aquí.

     Después de comer visitamos el Palacio de la Moneda, de tan triste recuerdo. Nunca olvidaré aquel 11 de septiembre de 1973, yo con veinte años y la dictadura franquista dado sus últimas boqueadas, cuando me enteré del golpe militar en Chile que ponía fin a la esperanza de una vida mejor para los chilenos. Las fotos del bombardeo aéreo y terrestre del palacio presidencial o de Allende con casco y ametralladora negándose a rendirse forman parte del imaginario colectivo de mi generación.

   Una estatua de Allende frente a la fachada principal y, sobre todo, una gran placa de bronce con los nombres de los “37 valientes compatriotas que salieron por esta puerta tras resistir el bombardeo del Palacio de la Moneda y defender la democracia junto al presidente de la República Salvador Allende Gossens. Chile no puede olvidar sus detenciones, torturas, ejecuciones y desaparición forzada. Su historia fortalece nuestra democracia y contribuye a garantizar que nunca más en nuestro país se cometan crímenes de lesa humanidad.” ¿Cuándo veremos placas similares en España?

   Desde allí caminamos hasta el barrio Lastarria, epicentro de la movida juvenil e informal y muy cercano a nuestro hotel. A la entrada del Centro Cultural Gabriela Mistral nos abordaron dos jóvenes, cámara en mano, que en perfecto inglés pretendieron entrevistarnos sobre nuestros gustos literarios. Cuando confesamos nuestra nacionalidad, la entrevista continuó en español: estaban grabando un documental para publicitar la Feria Internacional del Libro que tendrá lugar en el barrio de Recoletas en abril de 2025.

   Menos mal que habíamos preparado bien el viaje y pudimos citar a varios autores chilenos al margen de los obvios Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Antonio Skármeta. Compartían nuestro gusto por Luis Sepúlveda, Roberto Bolaño y Alejandro Zambra, pero José Donoso les parecía un tanto anticuado e Isabel Allende bastante sobrevalorada. En lo que sí coincidimos es en el trauma que la dictadura de Pinochet supuso para la inmensa mayoría de escritores chilenos, incluso para los nacidos después del golpe, y que se transparentaba en la omnipresencia de las detenciones y torturas en sus libros. Me sorprendió que no conocieran a Naomi Klein, cuyo libro La doctrina del shock explica de una forma muy didáctica el mecanismo utilizado por Estados Unidos y las oligarquías locales para destruir los regímenes democráticos que comenzaban a surgir en Iberoamérica en los años setenta del siglo pasado. Entre los escritores más recientes, nos recomendaron a Pedro Lemebel y Alia Trabuco, cuyos libros acabamos comprando semanas después con nuestros últimos pesos.

   Después de la entrevista paseamos por las calles del barrio, donde descubrimos una ciudad muy diferente de la que habíamos recorrido hasta ese momento. Calles estrechas y retorcidas, chalets historicistas y algún edificio modernista o racionalista albergaban librerías, tiendas de ropa con estilo y restaurantes con buena pinta. Policías municipales y vendedores callejeros muy jóvenes practicaban el eterno juego: los policías hacían como que expulsaban a los vendedores y éstos simulaban desmontar sus puestos de libros de segunda mano y ropa o bisutería de diseño propio, aunque se limitaban a enrollar las mantas o descolgar las perchas donde exhibían sus mercancías y esperar a que los policías se aburrieran y los dejaran vender en paz.

   El otro gran atractivo de Lastarria lo constituía la fauna juvenil que paseaba, intentaba vender sus libros, discos o ropas en desuso o bebía cerveza sentada en cualquier acera. Minifaldas imposibles, pelos de colores nunca vistos, tatuajes omnipresentes y estilismos radicales formaban parte de un paisaje urbano en constante renovación. Gais y lesbianas mostraban su afecto libremente y exhibían los atuendos más rompedores.

   Nos sentamos en una terraza a cenar algo ligero y me sorprendió la buena calidad del vino de la casa, algo que se repetiría en prácticamente todos los restaurantes a lo largo del viaje. En Chile los vinos no se piden por denominación de origen, como en España, sino por uvas. A las tradicionales Cabernet, Merlot, Pinot Noir o Shiraz se suman variedades para mí desconocidas, como los tintos Carmenere o los blancos Cinsault.

   A la mañana siguiente, con la mente todavía un poco nublada por la diferencia horaria, decidimos subir al cercano cerro de Santa Lucía para hacer el tiempo hasta la apertura del museo de San Francisco, especializado en arte colonial. La perspectiva desde el cerro sobre los barrios cercanos no mejoró en absoluto mi opinión estética sobre Santiago, envuelta en una nube de contaminación que ocultaba, incluso, las cumbres nevadas de los Andes que se elevan al este de la ciudad. Con más de siete millones de habitantes, la capital concentra a más de un tercio de la población de Chile en una llanura de unos mil doscientos kilómetros cuadrados encajada entre la cordillera costera y la andina, lo que favorece la formación de grandes inversiones térmicas como la que estábamos contemplando.

   Bajamos del cerro por su ladera oeste y recorrimos la avenida Libertador O’Higgins, más conocida como la Alameda pese a que la mayoría de los álamos que le dieron nombre han desaparecido víctimas de la contaminación y la falta de riego.

   El museo de San Francisco, alojado en el convento del mismo nombre, no es un museo de arte virreinal en un sentido estricto, sino una mera acumulación un tanto heterogénea y deslavazada de objetos que van desde recuerdos de la premio Nobel Gabriela Mistral hasta el núcleo de la colección, 54 grandes óleos pintados en Cuzco a finales del siglo XVII y que narran la vida de san Francisco de Asís, fundador de la Orden Franciscana, de las Hermanas Clarisas y de la Orden Tercera, reservada para los seglares. Los óleos cuelgan adosados los unos a los otros, con una iluminación bastante deficiente.

 


 Nuestra última visita la dedicamos al Mercado Central, que todavía conserva muchos puestos de pescado y marisco, en donde aprendimos a reconocer los que luego iríamos comiendo a lo largo del viaje. Sin embargo, más de la mitad del mercado está ahora ocupado por restaurantes y tiendas de recuerdos para turistas, hasta el punto de que el Ayuntamiento ha construido un nuevo mercado, el de Tirso de Molina, al otro lado del rio Mapocho, para albergar la verdadera vida comercial.

   A mediodía tomamos un Uber, ilegal en Chile pero claramente tolerado, para desplazarnos hasta el aeropuerto, en el que abordamos un vuelo de LATAM con destino a Puerto Montt, ciudad donde comenzaría nuestro recorrido por Patagonia.

   Pero esa es otra historia, que puedes leer pinchando aquí.

lunes, 6 de enero de 2025

El Imperio Otomano.

 

 

El  imperio Otomano en tren es una serie del Reino Unido del 2024, presentada por la profesora Alice Roberts.

Alice explora en tren una de las civilizaciones más fascinantes del mundo. 


Comenzando cerca de la frontera con Siria, atravesando Turquía antes de entrar en los Balcanes y terminando en Budapest, el punto más occidental del Imperio.

Un Imperio que llegó a abarcar tres continentes, más de setenta países y que duró 600 años.

Esta serie de cinco episodios y de cuarenta minutos de duración  cada uno, muestra los restos de dicho Imperio, que podemos visitar hoy en día. Desde las mezquitas que se han conservado en Turquía hasta los mínimos restos en aquellos países occidentales que, por un motivo u otro, decidieron borrar cualquier resto otomano.

Alice entrevista a otros historiadores, arqueólogos e investigadores en general, que la acompañan en tan fascinante viaje. Con su  dulzura y simpatía Alice nos motiva para realizar un viaje, aunque sea parcial, a ese mundo tan mal conocido en occidente.

Además de ver la serie recomiendo leer Los señores del Horizonte, libro de Jason Goodwin en el que difunde la historia otomana de forma rigurosa y amena. Goodwin se adentra en dicho Imperio respondiendo a las preguntas que nos hacemos sobre su origen, forma de vida, a qué se debió su expansión y por qué  desapareció.