sábado, 23 de septiembre de 2017

La vieja amiga

Tánger es para mí como una de esas amigas de toda la vida, con las que puedes pasar meses sin hablar pero que cuando te la vuelves a encontrar retomas la conversación como si solo hubieran pasado unos días. Una amiga a la vez familiar y extraña, previsible y sorprendente, que en cuestión de segundos puede pasar de ser absolutamente cálida a infinitamente gélida. Un día juras no volver a visitarla, y al poco estás deseando regresar.

Llegando de Cádiz, su hermana al otro lado del Estrecho, te entra una cierta tristeza. Son dos ciudades tan parecidas como diferentes, entre las que poco a poco va creciendo la distancia, la lejanía, el extrañamiento. Lo que antes era tan cercano como Ceuta se va haciendo cada vez más desconocido, más atemorizante ¿Perderemos algún día el recuerdo de nuestra ciudad vecina?

Hay quien dice que Tánger no cambia ni cambiará nunca, que sigue anclada en el pasado, de espaldas al futuro. Nada más equivocado, en mi opinión. Tánger me parece la encarnación del principio hindú de la Trimurti: Creación – Transformación – Destrucción. A la misma velocidad con la que surgen nuevos barrios, nuevas circunvalaciones, nuevos puertos (tres en pocos años) se transforma lo que ya existe.

Quizás la Kasbah, la antigua alcazaba, sea un buen ejemplo; después de pasar por sucesivos períodos de gloria y de miseria, está sufriendo un proceso de cambio que haría palidecer a los teóricos de la gentrificación. Por todas partes se mezclan los edificios en ruina inminente o en franco abandono con otros en los que cuadrillas de albañiles se afanan en consolidar cualquier vestigio del pasado o en reconstruirlo con más o menos imaginación.


Pero el destino de estas casas imposibles, llenas de escaleras empinadas, de patinillos mínimos, de zaguanes en zigzag, no es acoger a los habitantes tradicionales del barrio. En unos casos se transforman en viviendas de lujo para propietarios extranjeros, que les ponen nombre exóticos (Dar Zero, Dar Lola) y las visitan solo ocasionalmente; en la mayoría de las ocasiones pasan a ser alojamientos turísticos en sus diversas especialidades: hotelitos con encanto, apartamentos atendidos, pisos en alquiler informal vía internet…

Y allí se alojan, nos alojamos, los turistas de las viejas potencias coloniales: España, Francia, Inglaterra, Alemania… En cambio, los nuevos amos del imperio no se atreven a perderse por este laberinto de callejuelas. No verás por la parte alta de la ciudad a rusos, chinos ni norteamericanos, que en general llegan en cruceros y visitan la ciudad en grandes grupos. Grupos que adquieren el aspecto de un rebaño de ovejas, siguiendo obedientes a su guía-pastor y atemorizados por los lobos que los acosan tratando de venderles recuerdos horrorosos, de esos que desearías olvidar rápidamente; de arrastrarlos hasta algún restaurante “típico” de precios desorbitados; de meterlos en un taxi para llevarlos a otro sitio, el que sea, siempre más bonito y auténtico que el punto de partida.
Cuando se detienen en una plazuela como la del Zoco Chico, asustados, aturdidos, parecen una caravana asediada por los indios. Agrupados al máximo para presentar un frente compacto, con los miembros más débiles protegidos en el centro, mientras los comanches dan vueltas a su alrededor armados con camellos en miniatura, manos de Fátima y alfombras bereberes.

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Desde la azotea de nuestro hotel, convertida en sede de interminables desayunos y plácidas sobremesas, miro a través de las aguas siempre revueltas del Estrecho hacia las costas españolas que se acercan y se alejan según dictan la bruma, la calima y la política. Con un ferri cada hora, a solo cincuenta minutos de travesía, podrían servir de lazo de unión, de vínculo entre estas dos orillas simétricas. Pero año tras año las aguas se van haciendo más profundas, más oscuras, más mortíferas. En la actualidad resulta más viable transportar a través de ellas cien kilos de hachís que a una persona sin papeles. Se estima que unas trescientas mueren cada año tratando de cruzar, de escapar de la miseria y la violencia infinitas de África hacia la riqueza, aparentemente inmensa, de nuestra Europa cada vez más hermética e insolidaria.

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En la medina de Tánger es más fácil fumarse una pipa de kif que beberse una cerveza, aunque el kif esté prohibido por la ley y la cerveza está permitida, al menos para los no musulmanes. Contra el alcohol juegan dos fuerzas poderosas, quizás las más poderosas del mundo: la religión y el dinero, pero no sé cuál de las dos es la responsable de la ley seca que funciona de facto en la mayoría de los establecimientos de hostelería. ¿No hay cerveza por los impuestos muy elevados o por la presión social de imames y vecinos fundamentalistas? Algunos datos nos pueden ayudar: El impuesto sobre el alcohol oscila entre 1 dirham por litro para la cerveza y hasta 60 para algunos destilados; las grandes cadenas de hipermercados han retirado el alcohol de sus estanterías “para facilitar las visitas familiares”. En la mayoría de los cafetines y restaurantes hay que conformarse con beber Oulmés, la omnipresente agua con gas.

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Cualquier recorrido desde la Kasbah hasta el Zoco Chico trae un nuevo descubrimiento. Aunque en los últimos tiempos se han instalado flechas indicativas de los principales puntos de interés, nunca he conseguido reproducir exactamente el trayecto de la víspera. Tiendas que abren o que cierran, callejones desconocidos que te invitan a adentrarte por ellos, patios sin salida, cafetines donde hippies y ancianos fuman una pipa de kif; todo conspira para desviarte de tu ruta. Cien veces me he perdido en la medina, pero todas, absolutamente todas, he conseguido llegar a mi destino, o si no he encontrado un nuevo destino mejor que el original.

Solo hay un lugar, en el extremo noroeste de la medina, al que nunca he sido capaz de llegar: la tumba de Ibn Battuta. Tengo especial interés en rendirle homenaje a este infatigable viajero, nacido en Tánger en el siglo XIV y que viajó durante veinte años por el centro y norte de África, el sur y el este de Europa, Oriente medio, la India, Asia central, el sureste asiático y China, y que luego dictó sus recuerdos a un escribiente granadino para ilustración del sultán.

La tumba aparece señalizada en mapas y rótulos callejeros, pero el punto exacto, el callejón perdido en el que se supone que reposa el viajero, no lo he encontrado nunca. Hasta el GPS se volvía loco cada vez que aparentemente conseguía llegar a pocos metros de mi mítico objetivo.

No sé si la tumba distorsiona los campos magnéticos, o es que sobre mí pesa una maldición que, como a Ulises, me obliga a seguir buscando indefinidamente mi destino, pero me temo que nunca podré ver esa tumba que, según dicen, me sigue esperando en Tánger.

A donde sí que conseguí llegar al primer intento fue a otra de esas sorpresas que te depara Tánger en los momentos más inesperados: El Palacio de las Instituciones Italianas. Fuera de la ciudad vieja, a un kilómetro del Zoco Grande, se alza este centro cultural ubicado en un parque de más de treinta mil metros cuadrados. El edificio principal es un palacio construido hace más de cien años como residencia del ex sultán Moulay Hafid, y comprado en 1927 por el gobierno italiano para sede de la Escuela Italiana. El palacio impresiona por su tamaño y su rica decoración: Ordenado en torno a un amplísimo patio principal, cuenta con cincuenta habitaciones, nueve cuartos de baño, pabellones para invitados y, sobre todo, cuatro salones ricamente decorados al estilo árabe.

En 2006 se restauró el palacio, que en la actualidad es la sede de numerosas actividades culturales de alto nivel, como el Salón Internacional del Libro, el festival de música latina Tanjalatina, las Noches del Mediterráneo y el festival de jazz Tanjazz, verdadero motivo de este viaje organizado junto con un grupo de amigos.

El festival, al que este año han acudido nada menos que veintiséis grupos de diferentes países y que cuenta con un público fiel y entusiasta procedente sobre todo del norte de Marruecos y del sur de España, se reparte por siete escenarios dentro del complejo, más una carpa frente al puerto reservada para las actuaciones gratuitas.

Su alma es Philippe Lorin, un parisino de ochenta y ocho años que se instaló en Tánger en 1994, presidente de la fundación Lorin y verdadero agitador cultural. Creador del museo que lleva su nombre sobre la época internacional de la ciudad, fundador de Tanjazz de Tanjalatina y de un taller de música para la reinserción de niños no escolarizados, creador y actor de La Comedia de Tánger, hace años escribía sobre la ciudad a la que se ha dedicado en cuerpo y alma:

 “Esta ciudad ha caído a lo más bajo de lo más bajo. Pero yo amo las ciudades arruinadas como Tánger, Trieste o Alejandría”

Para sacar a Tánger de la apatía cultural en la que se había sumido, Philippe no ha dudado en aportar su tiempo, su esfuerzo y su dinero. Año tras año, al finalizar Tanjazz declara que es la última vez que organizará el festival; que si nadie lo releva lo dejará morir. Pero afortunadamente, también año tras año es incapaz de cumplir su amenaza y vuelve al pie del cañón, presentando impecablemente trajeado cada jornada del festival.

Pero Tanjazz no es solo un evento musical. Durante cuatro días el palacio se transforma en el centro de la vida tangerina, en el punto de encuentro de viejos y nuevos amigos, en el lugar en el que mirar y ser mirado. Nadie que tenga un papel siquiera mínimo en la vida cultural de esta ciudad puede faltar a la cita. La juventud más rabiosamente moderna, los hipsters más hipsters, la izquierda divina, los artistas de todas las especialidades y los viejos culturetas se dan cita aquí con la colonia extranjera al completo, con los amigos venidos para la ocasión del otro lado del Estrecho, con los activistas de todas las causas perdidas o ganadas.


Es un espacio de libertad al que por supuesto que se va a escuchar música, pero también a comer, a bailar, a beber, a ligar, a charlar. Desde las ocho de la tarde hasta ¿las 3? ¿las 4? ¿las 5? No conseguí averiguarlo, cada noche me rendía el cansancio mientras la fiesta seguía imparable.

[…]

El sábado, que pensábamos dedicar a recorrer los principales puntos del barrio judío, nos encontramos con un inconveniente insalvable: era sábado. El sabbath, el día que los judíos dedican a la oración, y en el que su religión les prohíbe cualquier actividad productiva. No pueden, por ejemplo, cocinar, y de las ollas que dejaban desde la víspera borboteando arrimadas al fogón, cociendo muy lentamente durante horas y horas, dicen que surgieron nuestros pucheros.

Lo malo era que tanto la sinagoga como el cementerio estaban cerrados, para nuestra sorpresa. En los países más rigurosamente cristianos si algo abre el domingo son precisamente las iglesias y los cementerios.

Como no hay mal que por bien no venga, en el tiempo ahora sobrante descubrimos un lugar donde pecar simultáneamente contra dos o tres religiones: una de las pocas tascas que quedan en Tánger, el antiguo Gregory’s Pub, reconvertido en bar de tapas y rebautizado como “La tasca de Pepe Ocaña”, en los bajos del edificio España. No en la fachada que da al céntrico y concurrido Boulevard Pasteur, sino en la otra, más discreta, la que se abre a la calle Jabha El Duatania. Un local mínimo, oculto tras una cortina de tiras de plástico, en el que nada más entrar nos sentimos como en casa: con algo del “Échate p’a allá” del Puerto (por el tamaño), del “Veedor” de Cádiz (por las tapas) y de cualquier pub de los de antes (por la escasa iluminación artificial y la total ausencia de ventanas). Sin música que te distraiga de la conversación y con la tele puesta a media voz en el noticiero de La Cuatro, por el que nos enteramos de la última bomba de Londres. Con la primera consumición, en mi caso un cabernet-sauvignon de elaboración marroquí, me ponen un platito de aceitunas variadas, seguido sin prisa pero sin pausa de otras tres tapas obsequio de la casa: media docena de pijotitas fritas, unas papas aliñás con piriñaca y una pavía de japuta. Y cada nueva copa de vino viene acompañada de una o dos tapitas más: paella, pinchito de pollo al curry, filetito de hígado a la brasa…

En la barra conviven sin problemas al menos tres idiomas: árabe, español y francés. No es difícil trasladarse con la imaginación a la época de la administración internacional, a los felices años veinte y a los no tan felices treinta.

[…]

Un paseo por el mercado municipal nos hace retroceder en el tiempo. Ya no hay aguadores, la exótica figura retratada por todos los pintores románticos que visitaron Marruecos, pero siguen en su puesto los carniceros con todo su muestrario de pezuñas, cabezas, corazones, tripas y otras vísceras cuyo nombre desconozco; los pescaderos con rayas y cazones, bonitos y morenas, congrios y cabrachos y las sardinas más frescas que he visto en mi vida; los especieros con sus montañas de colores cual paisajes de otro planeta, con cúrcuma y jengibre, pimienta y cardamomo, piel seca de granada y aceite de argán; las tiendas de encurtidos con no menos de veinte variedades de aceitunas aliñadas, con limones confitados, con tápenas y caparrones; los cesteros, los hojalateros, los pasamaneros, los vendedores de legumbres, de carbón, de huevos y de gallinas, a las que pesan en vivo y matan en directo para que te las lleves recién desplumadas y desangradas como manda el Corán.


[…]

El domingo nuestro grupo se dividió en dos; yo me apunté a recorrer el inacabable mercado de Casabarata, a cuatro kilómetros del centro, sobre el que ya he escrito en otras ocasiones y del que es difícil salir sin haber comprado nada. Uno de mis compañeros fue el primero en caer, y se llevó un juego de medidas de peltre, una colección de jarras de un litro, medio, cuarto y octavo, por el que el vendedor empezó pidiendo ciento cincuenta dírhams, para subir a doscientos cincuenta en cuanto insistimos en un descuento, y acabar aceptando a regañadientes dejarla en “solo” los ciento cincuenta iniciales.
Tentados estuvimos de comprar un sillón del más puro estilo Almodóvar. Inspirado en los modelos de Manolo Blahnik, reproducía en poliéster rojo y falso terciopelo negro un zapato gigante de taconazo y plataforma. Menos mal que desistimos, porque aunque estaba muy bien de precio y nos ofrecían el transporte gratuito hasta el hotel, no creo que nos lo dejaran pasar por la frontera de Tarifa. Más que nada, porque el aduanero nunca se creería que lo habíamos comprado como objeto decorativo, y sospecharía que era una simple tapadera para cualquier producto ilícito.

[…]

Justo debajo de la terraza del hotel está el nuevo puerto pesquero, aparentemente terminado pero misteriosamente pendiente de inaugurar. ¿Se habrá cortado la financiación de los Emiratos? ¿Se llegará a construir el teleférico entre el puerto y la Kasbah? ¿Y las mil doscientas plazas hoteleras en el antiguo puerto pesquero? La samah Allah! (Dios no lo quiera).

Quizás todo el problema esté en cualquiera de las innumerables trabas burocráticas que cuanto más corrupto es un país más dificultan su desarrollo. Si fuera periodista investigaría todo esto, aunque me imagino el resultado viendo lo ocurrido con TangerMed, el gigantesco puerto de mercancías inaugurado hace diez años a cincuenta kilómetros de Tánger, y que pretendía desplazar al de Algeciras en el tráfico internacional de contenedores. Previsto para mover ocho millones y medio de TEU al año, hoy en día se ha estancado en solo tres millones, mientras que el de Algeciras anda por los seis millones, y subiendo.

En cualquier caso, en la construcción de todas estas infraestructuras ha ganado mucho dinero mucha gente. La mayoría (del dinero, no de la gente) sin demasiado esfuerzo: empresas constructoras, bancos, políticos corruptos. Algo de todo esto puede haber pasado con la nueva, inútil y carísima terminal de contenedores de Cádiz.

Que por algo somos ciudades hermanas. Para lo bueno y para lo malo.

Nota: Si queréis leer mis notas sobre viajes anteriores a Tánger, podéis pinchar aquí o aquí.

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