viernes, 26 de junio de 2015

Ciervos y ogros


 En Onsen y Ryokan terminábamos mencionando un grupo de restaurantes españoles que nos encontramos volviendo para el hotel. De los tres, muy similares por fuera, no sé por qué elegimos uno en concreto, El Pepito. Llevábamos ya varios días a base de arroz glutinoso, algas y soja fermentada, y nos apetecía recuperar algún sabor familiar.

 El rito de entrada (reverencias, pregunta de cuántos éramos y asignación de mesa) fue el habitual en cualquier restaurante. Esto, unido a que la camarera era evidentemente japonesa, y a que no había ni un solo cliente, en un primer momento nos hizo temer que el restaurante no tenía de español más que el nombre.

 Nos pusimos a leer la carta, que no tenía mala pinta: platos muy españoles, como jamón de Jabugo, angulas de Aguinaga, olla podrida o rabo de toro y vinos igualmente españoles, como manzanilla La Gitana y un Faustino VII que parece perseguirnos por todo el mundo, pero a unos precios muy elevados, incluso para Japón.

 Menos mal que, cuando estábamos a punto de irnos, la camarera se dirigió a nosotros en un español bastante aceptable y con un claro acento andaluz:

 -¿Ustedes sois españoles? Un momento, que voy a avisar a Pepito- Y en un momento se plantó allí el tal Pepito, gitano de San Fernando, del barrio de Gallineras por más señas, bailaor y evangelista, según nos contó. Me recordó inmediatamente al Maestro Juan Martínez, el personaje de Manuel Chaves Nogales al que la Revolución de Octubre pilló en Kiev vestido de corto, en sus propias palabras.

 Rápidamente nos organizó la cena: -Ni se os ocurra pedir jamón, ni nada que venga de España. A los japos les encanta, pero entre los portes, las comisiones y los impuestos se pone por las nubes. Pero si queréis os preparo unos boquerones fritos, en tempura que dicen aquí, un gazpacho y una buena tortilla de patatas. Y p’a beber, cervecita de aquí, que no es tan buena como la Cruzcampo pero cuesta diez veces menos.

 Dicho y hecho. Su mujer (él se dedicaba más a las relaciones públicas) nos preparó una magnífica cena casera, mientras entre los dos nos contaban su historia. Resulta que Minako, a la que en un principio habíamos tomado por una camarera, era la verdadera propietaria del restaurante. Años atrás había ido a Sevilla a estudiar baile flamenco. Pepito se mal ganaba la vida como profesor en una academia especializada en extranjeros, y en pocos meses acabaron casados. La boda, o mejor las bodas, porque celebraron primero una evangelista en Jerez y luego otra sintoísta en Kyoto, debió de ser todo un ejemplo de interculturalidad, aunque por algún comentario que hicieron pienso que fue más un choque de culturas que una alianza de civilizaciones.

 Mientras cenábamos y charlábamos, el restaurante se había ido llenando hasta no quedar ni una mesa vacía. Al final, Pepito nos invitó a una copa de Fino La Ina, mientras nos confesaba que nos habían puesto en la mejor mesa, en el centro del local, como reclamo para los japoneses. Habían comprobado que cuando los indígenas veían a españoles cenando en el restaurante se animaban mucho más a entrar.

De su vida poco más nos contó. En la boda jerezana se dio cuenta de que a la familia de la novia le encantaba el vino y la comida española, y cuando vino a Kyoto a celebrar su segunda boda, y comprobó que en toda la ciudad no había todavía ni un solo restaurante español, tuvo muy claro cuál era su futuro. Con el dinero y el trabajo de su mujer y el arte del propio Pepito, llevaban ya seis años con el negocio, y no tenían la menor intención de volver a España, al menos mientras no ahorraran lo suficiente como para poder establecerse en Jerez por todo lo alto, con un restaurante andaluz-japonés de categoría.

 En un momento dado, nos abandonó: -Ustedes me vais a perdonar, pero tengo que trabajar un rato- Y sin más, agarró una guitarra, se subió a una pequeña tarima en el fondo del local, y se arrancó a tocar y cantar por sevillanas. Minako, que había cambiado el delantal por un traje de lunares, hizo una buena exhibición de baile, ante los aplausos entusiastas de los clientes. Lo que no consiguieron fue que María y yo les acompañáramos, ni siquiera con las palmas. ¡Hasta ahí podíamos llegar, un gallego y una vascas tocando palmas en Kyoto! Eso sí, fuimos los últimos en abandonar el local, entre promesas de volver otro día, que al final no cumplimos.

 La noche en el ryokan, entre el agotamiento de la visita a no recuerdo cuantos templos, el remate con juerga flamenca, y la paz que irradiaba nuestra habitación minimalista, nos trajo un largo y profundo sueño reparador, que nos permitiría al día siguiente afrontar otro largo recorrido, esta vez por los llamados templos del este.

 Empezamos por el Toji-in, solo para abrir boca, ya que está considerado como un templo menor. Pero quedaba al lado de la parada del autobús, estábamos todavía frescos, y no pudimos resistirnos. Este templo era el favorito del clan Ashikaga, de forma que todos los sogunes de esta dinastía están enterrados en él, y en uno de sus pabellones se pueden contemplar las estatuas de los quince señores feudales. El lugar era muy tranquilo, sin más visitantes que nosotros dos, y pudimos disfrutar paseando tranquilamente por los jardines, en los que destacaban unos grandes estanques cubiertos de lotos.

 Pero el verdadero objetivo de nuestra excursión era el templo Ryoan-ji, que albergaba el que se considera mejor jardín seco de Japón. Sería un lugar encantador si no fuera por las hordas de turistas que lo visitan, o mejor dicho que lo visitamos. El principal atractivo del templo era su jardín de rocas, ubicado en un patio rodeado por un muro de adobes y varias galerías de madera, y que se cree que permanece inalterado desde que se diseñó en el siglo XV. Consistía en una amplia explanada de arena, rastrillada hasta mucho más allá de la perfección, sobre la que se asentaban quince rocas, dispuestas de tal manera que, las mirases desde donde las mirases, nunca se veían más de catorce a la vez. Por si sentís la tentación de buscar el jardín en Google Maps, os adelanto que en la vista satélite solo se distinguen ocho. Los visitantes se sentaban en las galerías de madera, en teoría para meditar sobre el presunto sentido oculto de la disposición de las piedras, pero en la práctica para hacer fotos, comer chucherías y mandar SMS frenéticamente. Hoy en día me imagino que estará invadido por los palitos de los selfies, y que los turistas dedicarán más tiempo a subir las fotos a las redes sociales que a disfrutar del lugar. Cambian las tecnologías pero no la idiotez.

 Otro de los templos que visitamos, pero esta vez en el sur de la ciudad, fue el de Sanjusangen-do, cuyo nombre significa el salón con treinta y tres espacios entre columnas, y que albergaba el edificio de madera más largo del mundo, con unos 120 metros de longitud. Siempre me ha llamado la atención este tipo de afirmaciones prácticamente imposibles de comprobar, pero que nadie pone en duda y que internet eleva a la categoría de dogma. Algunas, como esta, no es que no se puedan verificar, pero a ver quién pierde el tiempo en medir todos los edificios de madera del mundo, para poder estar seguros de que no hay otro más largo que este. Tarea tediosa y absolutamente inútil. Hay otros títulos, como el que escuché en un concierto de música tradicional vasca, que son por definición imposibles de verificar: “El mejor acordeonista del mundo en su categoría”. ¡Toma ya! Y yo en la mía…

 Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, me voy a atribuir desde ahora mismo un honroso título: Soy el segundo mayor coleccionista mundial de etiquetas de infusiones (sólo conozco la existencia de otro, un alemán que tiene más del doble que etiquetas que yo, o sea que yo debo de ser el segundo). Y lo de ser el segundo tiene sus ventajas: cualquier otro coleccionista supondrá que él es el primero, y no pondrá en duda mi título.

 En fin, volvamos al Sanjunsanjen-do. Además de la longitud de su sala principal, que impresiona, en su interior hay nada menos que mil y una imágenes de Kannon bodhisattva, la misma deidad budista de la compasión a la que estaba dedicado el templo Senso-ji en Asakusa. Los datos de la propia web del templo son algo confusos, ya que hablan de diez filas con cincuenta estatuas cada una. No hace falta ser ingeniero para darse cuenta que 10*50 = 500. ¿Dónde están las otras 501? Milagros de la fe.

 Lo que sí es cierto es que las estatuas, talladas en madera de ciprés y cubiertas de pan de oro, cada una con más de veinte pares de brazos (entre veinte y cuarenta mil brazos en total), no dejan a nadie indiferente. En realidad solo quedan ciento veinticuatro de las estatuas del siglo XII, ya que las demás son copias más modernas ¡del siglo XIII!, después de que un incendio destruyera las originales.

 Esta advocación de Buda, descrita a veces como deidad por influencia del hinduismo, es la que en sánscrito se conoce como Avalokitesvara y en chino como Guanyin, el señor o señora que mira hacia abajo o que escucha los lamentos de los de abajo. En realidad se supone que no representa a una persona, sino a una idea que abarca toda la compasión de los diferentes avatares de Buda. Cuenta la leyenda que renunció a alcanzar la suprema condición de Buda para poder ayudar a todas las personas que buscaban el nirvana, la liberación de los deseos, de la conciencia individual y de la reencarnación. Por eso a veces se le representa con veinte pares de brazos, ante la magnitud de la tarea que tiene por delante.

 En algunas zonas del sur de la India he encontrado un curioso sincretismo entre Kannon bodhisattva y la Inmaculada Concepción: la misma cara, la misma expresión, la misma postura, los mismos atributos, La principal diferencia era que a la Inmaculada la vestían de blanco y azul, y a Avalokitesvara de rojo y oro.

 Al día siguiente cogimos un tren de cercanías y nos dirigimos a Nara, con la intención de pasar allí el día y volver a pasar la noche a nuestro delicioso ryokan. Cuarenta kilómetros y una hora después estábamos en esta ciudad, primera capital de Japón allá por el siglo VII. Por cierto, menos de setenta años después tuvieron que llevarse la capital a Nagaoka, ante el poder desmesurado que habían adquirido los monasterios budistas de la ciudad.

 Un paseíto de media hora, todavía con el frescor de la mañana, nos llevó hasta el Parque de Nara, por el que vagaban en libertad más de mil ciervos relativamente domesticados, aunque podían llegar a atacar si creían que llevabas comida escondida. En la entrada del parque había vendedores de una especie de chuchería especial para ciervos, nutricionalmente equilibrada, y estaba prohibido alimentarlos con otra cosa. Quizás por eso se cabreaban.

 Los japoneses alimentaban y reverenciaban a estos ciervos, a los que la religión sintoísta considera mensajeros de los dioses, y que han sido declarados símbolo de la ciudad y monumento nacional.

 En este parque se elevaban los principales monumentos de la ciudad, o al menos los más visitados, como Todai-ji, “el gran templo oriental”, construido justo después de la declaración de capitalidad, y principal culpable de que la ciudad perdiera tal condición. Llegó a ser el templo central del budismo japonés, el equivalente a la catedral de San Pedro del Vaticano, y su salón principal, el Daibutsuden, se considera el mayor edificio de madera del mundo (volvemos al libro Guinness de los Récords). Y eso que la reconstrucción actual, de 1692, es un tercio menor que la original. En cualquier caso, la imagen sedente de Buda, de quince metros de alto, asustaba por su tamaño. Era casi tan grande como el Corcovado, pero en vez de erguirse en lo alto de un monte se situaba dentro de un salón, lo que resaltaba sus dimensiones.

 En un costado del salón había un pilar con un orificio del tamaño exacto del agujero de la nariz de Buda. Dicen que los que consiguen pasar por él alcanzarán la iluminación en su próxima reencarnación. Yo ni lo intenté.

 La entrada al templo se hacía a través de una puerta monumental, Nandaimon, guardada por sendos ogros, Agyo (boca cerrada) y Ungyo (boca abierta), tallados en madera, de casi ocho metros de alto, y verdaderamente terroríficos. Dice la leyenda que mantienen los terrenos del templo libres de demonios y de ladrones. ¡Lástima que no hubiera una pareja de ogros, o al menos de guardias civiles, en la estación de ferrocarril de Nara!

 

 Digo esto porque, después de haber pasado una mañana muy agradable, cuando llegamos a la estación, agotados como siempre, nos sentamos en un banco en el andén a esperar el tren de Kyoto. Inmediatamente se sentó a nuestro lado un japonés, cosa que nos extrañó pues había numerosos bancos vacíos, y si algo odian los japoneses es el contacto físico y la invasión del espacio vital. Cuando llegó el tren, nos subimos, pero antes de sentarnos María se dio cuenta de que le había desaparecido del bolso la cartera, con su tarjeta de crédito y algo de dinero. Bajamos rápidamente, pero tanto la cartera como el japonés habían desaparecido.

 Llegamos a nuestro ryokan bastante quemados, solo para encontrarnos con que nos habían desalojado de nuestra habitación porque nuestra reserva había caducado hacía unas horas. Por un error a la hora de rellenar el formulario en internet, habíamos reservado hasta el lunes, no hasta el martes. Por suerte, conseguimos que nos adjudicaran otra habitación, no tan amplia ni bonita como la inicial, y gracias a la diferencia horaria pudimos hablar con el Banco Zaragozano y cancelar la VISA.

 Al anochecer, y para quitarnos el mal cuerpo, nos dimos un paseo por Gion, el antiguo barrio de las geishas. Hoy es prácticamente un parque temático, recorrido por grupos de turistas que siguen a sus guías, pero todavía queda alguna casa de té a orillas de un canal, en la que los extranjeros no somos bien vistos. Desde la otra orilla pudimos entrever o quizás imaginar, a través de las cortinas de tiras de bambú, escenas de Memorias de una Geisha, la novela de Arthur Golden luego llevada al cine con el mismo nombre por Rob Marshall, y que consiguió tres Óscar en 2006.

 Al día siguiente nos subiríamos de nuevo al tren bala para visitar el castillo de los ninja, pero esa es otra historia.

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